“Hay que ser poblador para saber lo que significa vivir amenazado por los indios. Hay que ser indio para apreciar el odio que inspira el poblador que lo desaloja de sus tierras”, publicó el diario El Colono en enero de 1909. En aquel momento de expansión de la agricultura, principalmente de la siembra de algodón y caña de azúcar, el nativo era percibido como un dilema que urgía resolver.
Tres campañas militares habían conseguido que la “civilización” avanzara sobre el suelo chaqueño. Los habitantes de la región que hoy se conoce como Colonia Aborigen, fueron derrotados y obligados a recluirse en una comunidad agrícola: la Reducción de Napalpí. Vivían en pésimas condiciones y trabajaban por pagos irrisorios.
El campamento dependía del Ministerio del Interior de la gestión de Marcelo T. de Alvear. Chaco no tenía aún su rango de provincia y al ser un territorio nacional, era el gobierno central el que tenía la jurisdicción para imponer su régimen de administración.
Alrededor de mil personas provenientes de las culturas aborígenes de la zona, principalmente Qom y Moqoit, fueron disminuidas a servidumbre. En aquel fortín creado en 1911 por un decreto de la Secretaría de Agricultura, eran vistos por los terratenientes y comerciantes extranjeros como mano de obra barata; cualquier similitud con la actualidad, ¿es mera coincidencia?
“En la bibliografía de la época se habla mucho del ‘problema indígena’: ¿qué hacer con este problema? Las Reducciones eran, de alguna manera, una respuesta a esa pregunta”, declaró Valeria Mapelman. El testimonio de la documentalista argentina fue replicado por la jueza Zunilda Niremperger en la sentencia del Juicio por la Verdad que se tramitó en 2022.
Pueblos nómades obligados a vender su libertad, despojados culturalmente y sometidos a la esclavitud, anidaban un fuerte sentimiento de desarraigo que los impulsó a reclamar mejores condiciones de trabajo y el cese del maltrato. “Se sublevaron con violencia”, dijo la versión oficial para justificar la represión. “Solo defendieron su dignidad”, exclamó la reivindicación de la historia.
Cansados y alejados de sus sistemas tradicionales de vida, este grupo de nativos decidió retener tareas. Exigieron que se cumpla la promesa de un pago en dinero y la posibilidad de trabajar en campos aledaños. No se encontró ni un solo rastro de la existencia de armas en las tolderías, aun así la contraoferta fue violenta, a traición y apagó sus voces por décadas.
La mañana del 19 de julio de 1924 el cielo dejó caer el horror sobre la población aborigen que habitaba la Reducción de Napalpí. Las golosinas que llovieron desde el aeroplano Curtiss JN 4D Jenny atrajeron la atención de los indios. Mientras tanto, el ejército nacional, la policía de Chaco y civiles armados asaltaron sus cuerpos distraídos. Aunque no hay cifras exactas, se estima que las víctimas fueron entre 300 y 500.
Los verdugos no hicieron ninguna excepción. El fuego de sus disparos y el filo de los machetes recayeron sobre hombres, mujeres, ancianos y niños. Entre gritos de dolor, corridas y confusión, el odio irracional y la codicia impulsaron una de las más sangrientas masacres de la Argentina. A 100 años de aquella matanza, todavía quedan vestigios del dolor, la vergüenza y el silencio de las víctimas.
La comunión de las dos versiones sobre el horror
Sólo algunos consiguieron correr a los montes y escapar de la masacre. Se camuflaron entre los árboles, se mimetizaron con la tierra y pudieron trasladarse a los pueblos cercanos, entre ellos a Quitilipi. Comenzaron vidas nuevas y mantuvieron ocultos sus recuerdos por el temor a ser encontrados o para evitar la tristeza de revivir ese momento.
Dentro de sus comunidades, aquel padecimiento se convirtió en parte de la cultura colectiva. El relato de los asesinatos se traspasó a las siguientes generaciones, pero se mantuvo en secreto entre ellos. Así fue durante años, hasta que en un paraje cercano al río Aguará, el dolor de una sobreviviente fue más fuerte que el miedo y la verdad atravesó la frontera de la pertenencia.
“Esos días de Semana Santa llovió como si fuera un diluvio universal. Tuve que entrar a la zona en un tractor. Fui con mi familia y con la hija de otra sobreviviente, Rosa Chará, que era mi guía. Bajo un alero hable con los hijos de Melitona. El parlamento duró más o menos hora y media. Ellos iban adentro del rancho y le contaban lo que yo les decía, después volvían y me traían la respuesta”, relató Pedro Solans, el escritor y periodista.
El autor del libro Crímenes en sangre tuvo que negociar para que Melitona Enriques, una mujer que había logrado escapar el día de la masacre, le diera una entrevista. Prometió respetar la historia que estaba a punto de escuchar y comunicarla con total fidelidad. Es una carga que lleva hasta hoy: cumplir su promesa de contar lo que realmente pasó en cada lugar a donde vaya.
Había llegado hasta ese lugar gracias a su profesión. “En esa época me convocaron para hacer la presentación de un libro de Vidal Mario -2006-. Él también era periodista y había escrito sobre unos documentos acumulados por el diputado Claudio Ramiro Mendoza en los que se denunciaba el hecho de Napalpí”, relató Solans y agregó que fue su colega quien le confirmó que había una víctima que aún estaba viva.
Cuando al fin logró ingresar a la casita, se encontró con una mujer postrada, enferma y con la actitud de quien sabe que tiene algo que contar, pero aun así desconfía. “Mi mirada y la de ella hablaron. Ahí empezó el reportaje. Fue una entrevista que superó las palabras, que se hizo también con cuerpo y alma. Ella no sabía la historia de mi abuelo, pero parece que lo intuía”, dijo el escritor para describir la escena.
Pedro Solans llegó a aquel paraje para escuchar una verdad diferente a la que él había conocido de chico. La otra parte de la historia, la que la anciana Qom no sabía, tenía que ver con su adolescencia y con la participación de su abuelo, Carlos Ferro, en el esquema de defensa del pueblo “civilizado”.
“En la época de la masacre, la información que llegaba a Buenos Aires por los diarios decía que el Chaco era un peligro. Hablaban malones de indios. Se creó un concepto irreal de peligro de que los aborígenes podían asaltar los poblados”, narró el escritor y continuó el relato afirmando que en las zonas cercanas a Napalpí, también había temor.
Repasó en su cabeza la parte de la historia que le habían contado, pero que siempre le provocó una sensación un tanto rara. “Mi abuelo dormía en el techo, con un arma cargada y con su mujer al lado. A los jóvenes de Machagai y de Quitilipi, el ejército les había dado armas para defender la población. Esas cosas me decía, porque pensó que yo era el heredero de ese acto de valor”, comentó.
“Cuando tuve a Melitona en frente sentí que estaba sanando mi relación con el Chaco. Entendí que lo que había escuchado era la versión oficial, pero supe la historia real cuando la conocí. Ella tuvo la bendición de poder escapar a los 24 años. Vio lo que pasó, fue consciente de eso y se impuso la misión de ser la voz de los que sufrieron”, remarca Solans.
El escritor todavía lleva a cuesta el pacto de reivindicación que hizo con Melitona: “Lo único que me importa es contar lo que ella me transmitió, cumplir con mi promesa. Ojalá haya muchos libros más sobre esta masacre, porque Napalpí sigue sucediendo hoy en día. Los exterminan en silencio, se les entregan pocos medicamentos. Cada vez son menos y se pierden las lenguas”, expresó.
Preocupado porque la sociedad argentina no se reconoce como pluricultural, concluyó: “Si un pueblo desaparece, se pierde una cultura y se empobrece la riqueza humana. La identidad se construye con las costumbres, con la cultura y el arraigo a una tierra. Si se impone el olvido y la ignorancia, si no te dejan amar lo tuvo, no hay forma de a tener identidad”.
La República negadora
Alejandro Jasinski tiene un doctorado en historia y trabajó para la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. Su testimonio fue fundamental en el Juicio por la Verdad. Por medio de un informe, consiguió acreditar el rol del Estado como colonizador del territorio chaqueño y como encubridor del delito de lesa humanidad que padecieron los habitantes de la reducción.
“Nosotros estábamos acostumbrados a trabajar con delitos relacionados a la última dictadura militar. Esta convocatoria nos sacó de ese lugar de confort, porque nos llevó a investigar un periodo distinto. Realmente fue un juicio inédito e histórico”, comentó Jasinski a Ornitorrinco.
El investigador llevó ante el estrado el concepto de “República Negadora”: “El informe que presentamos permitió reconstruir el contexto general de la época. Pero mi testimonio se enfocó en mostrarle a la justicia y a la sociedad, como los tres poderes del Estado se combinaron para silenciar los hechos, en un principio, y minimizarlos cuando salieron inevitablemente a la luz”.
Según el historiador, se pudo acreditar que en Napalpí funcionaron los mecanismos del negacionismo en cuanto a la participación organizada para ocultar y restar importancia al delito de lesa humanidad. Un documento contundente fue el expediente 910/1924 caratulado como Sublevación indígena en la Reducción Napalpí , que se tramitó ante la Justicia de Chaco.
“Se señaló a las víctimas como ‘sublevados’. No se les dio voz. Declararon los policías responsables de la masacre y los vecinos de la zona, pero no hablaron los que fueron masacrados. Y el proceso se cerró diciendo que solo murieron 4 indígenas en el levantamiento. Además, se los encontró responsables por atentar contra la República”, explicó Jasinski.
Como historiador, la participación en la investigación de los hechos de Napalpí le genera una gran satisfacción, porque comprende el impacto que tuvo su búsqueda para reivindicar a los pueblos aborígenes: “El proceso judicial fue iniciado por las comunidades, fueron ellos los que investigaron y los que declararon. El juicio es reparador para ellos y fundamental para la reconstrucción de su verdad”.
Sanación histórica de un relato
El Juicio por la Verdad sobre la masacre de Napalpí se desarrolló entre el 19 de abril y el 19 de mayo de 2022. Declararon 39 testigos distribuidos en 7 audiencias. Entre ellos, la historiadora, Mariana Giordano. Además de su testimonio experto, aportó registros fotográficos y diarios de la época que dan cuenta de la narrativa que se instaló en torno a la imagen de los indígenas.
“En mi tesis doctoral, analicé el discurso que tenía la prensa sobre los aborígenes en general. También trabajé con fotografía. El enfoque era interdisciplinario, entre arte, antropología e historia. Ahí tuve una primera aproximación a Napalpí, pero no de la masacre, porque todavía no tenía esa información”, explicó la investigadora a Ornitorrinco.
La exploración de Giordano hizo que se topara, en varios documentos, con el nombre de un antropólogo alemán que había visitado el país: Robert Lehmann-Nitsche. Supo que debía profundizar el análisis de los registros generados por aquel personaje. Se enteró de que en el Museo de la Plata había una colección de fotografías que el extrajenro había tomado en Chaco y se topó con su primer obstáculo.
“En 2001 fui hasta allá y me dijeron que no podía consultar el archivo, porque no estaba organizado. A lo largo de los años, fueron diversos los fundamentos para no mostrarlo. Pero no soy la única, de hecho, escribí un artículo en el que explico como los documentos públicos son de uso privado de algunos investigadores, mientras que a otros se nos negaba el acceso”, renegó.
Tiempo después, su insistencia compensó el mal trago y le permitió tomar contacto con 14 fotografías tomadas por el antropólogo. Estaban bajo la custodia del Instituto Iberoamericano de Berlín. “Una colega lingüista iba a ir a trabajar con materiales de Lehmann sobre lenguas indígenas. Me pasó un contacto del archivo, escribí y me mandaron un listado”, repasó la historiadora.
Las imágenes estaban referenciadas de puño y letra por el alemán como obtenidas en Napalpí. El hallazgo era inconmensurable. Todas eran importantes, aunque el detalle en el reverso de una de ellas se llevó la atención de Giordano. La leyenda escrita en lápiz rezaba: “Avión utilizada en el levantamiento indígena”.
En el retrato se podía ver con claridad el aeroplano utilizado aquella mañana para masacrar a los habitantes de la reducción. El relato de las víctimas se completó con una prueba gráfica de la existencia del “artefacto volador” que había disparado sobre su pueblo.
Pero además de respaldar la historia contada por los indígenas, la expresión utilizada por Lehmann para referenciar la foto, permitía dejar al descubierto la forma en la que se representaba a estas comunidades. Tanto en expresiones de la cultura, en algunas investigaciones, como en los medios de comunicación los nativos estaban relacionados con la violencia y se consideraban un peligro para la sociedad “civilizada”.
“Es importantísimo que se cuente la verdad. En 2010 expusimos las fotos y fue movilizante para Colonia Aborigen. Juan Chico consiguió que la gente empezara a hablar e inició el reclamo judicial. Para el resto de la sociedad es necesario conocer estos hechos y para la academía significa que deben ser revisadas las fuentes con las que trabajamos y los discursos hegemónicos”, recalcó Giordano.