Las heladas que descienden sobre el valle rionegrino en estos días de abril, son la fuerza invisible de un hongo globoso y con verrugas que nace bajo tierra de las raíces de los árboles que lo hospedan. La trufa negra, una de sus 13 variedades, es en el mundo la más buscada.
Las manos de Humberto Castro parecen fuertes, de dedos gruesos; su aspecto urbano, de corbata y mocasines. Es dueño de cinco hectáreas a pocos kilómetros de Choele Choel, ciudad de unos 16 mil habitantes del valle medio de Río Negro, al norte de la provincia, en el centro del país; zona de chacras asentadas a partir de las primeras décadas del siglo XX, elegida por su amplitud térmica favorable a la fruticultura y el riego natural del río Negro, un cauce bajo en salinidad con entrada a una laguna que orilla la chacra de Castro.

La mitad del campo está microrralizado con trufas negras. Este es el nombre técnico que recibe el proceso de inoculación de plantines de avellanos, de robles o de encinas, o de otros árboles, con células de trufa. Luego de esta etapa, que lleva un año de trabajo, los plantines están listos para crecer en la tierra y la trufa madurar entre 8 y 12 años después. Castro cosechó el año pasado 8 kilos y medio de trufas en 300 avellanos. A una parte la vendió y a otra licuó para colonizar los 500 plantines de un amigo al que está dando una mano. Los tiempos lentos de la trufa explican su precio: el kilo está valuado entre mil y tres mil dólares, mientras que el kilo de avellanas con cáscara en 15 mil pesos.
—Si no tenés paciencia, si no tenés un poco de espíritu explorador, producir trufa se hace pesado, porque son muchos años de trabajo sin certezas —dice Castro, que espera intuitivamente para la próxima época de cosecha, entre junio y octubre, unos 20 kilos —A los cinco años ya podés ver un durazno, una manzana, un ciruelo, las flores de los almendros, pero las trufas están ahí, abajo, no tenés manera de saber cómo están.
La historia del pionero de las trufas en la Patagonia
Castro tiene 76 años, una esposa, tres hijos. Nació en un pueblo del centro de Chile, a los 10 años vino a vivir a Bahía Blanca con su madre y su padre, un pastor evangélico. Fue soldador y carpintero. Se mudó a Choele Choel cuando empezó a trabajar para YPF hasta 1991, año de la jubilación. Pero la jubilación –le dijo entonces un ingeniero amigo- no será en el futuro un reaseguro de vida. Castro se encontraba leyendo un libro escrito en 1970 por un teólogo que auguraba un futuro de hambrunas en que sólo sobrevivirían los poseedores de tierra cultivable y algunos animales. En 1997 permutó su casa por la chacra. En 2001 vio un documental sobre los Pirineos y escuchó hablar de trufas por primera vez. Nadie en el valle rionegrino sabía de ellas, hasta 2010, cuando ocurrió un hecho fortuito.

Un domingo fue a leer el diario al ACA (Automóvil Club Argentino) del pueblo. Afuera una familia de viajeros chilenos con niños pequeños tenía su camioneta descompuesta. Castro los invitó a matar el tiempo en la chacra, donde el visitante, Rafael Henríquez, ingeniero forestal, prometió enviarle de regalo diez plantines de trufas microrrizadas de su empresa “AgroBiotruf”. Castro pensó que nunca llegaría a verlas, pero a los días el ingeniero avisó que estaban esperándolo en la estación de servicio.
—Después compré otros cien plantines y los sembré en tres sectores. A uno lo regaba más, a otro menos, a otro nada. Puse un kilo de calcio, a otro 500 gramos, a
otro nada. A uno más abono orgánico, a otro menos, a otro nada. Porque hay mucho bla bla bla en todo esto: te dicen, por ejemplo, que hay que poner 450 plantas por hectárea, pero yo creo que con 200 está bien.
Ocho años después, un domingo de junio de 2019, la esposa de Castro descubrió al lado del tronco de un árbol, unas grietas en la superficie de la tierra. Escarbó 20 centímetros hasta encontrar (como un prodigio) las primeras trufas cosechadas en la Patagonia argentina. Castro lloró, no podía creerlo. La más grande pesó 265 gramos, pero podría haber alcanzado a pesar mucho más. Las recolectaron, las cepillaron, las envolvieron, las cocinaron en un caldo de verduras.
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—Recordé toda mi infancia, a mi padre, a mi madre, a mi hermano muerto. Era un sueño cumplido. Yo voy a decirte la verdad, a mi la guita que voy a hacer con la trufa no me importa. Lo que sí me importa es la vanidad, el excentricismo o como quieras llamarlo, de saber que dentro de cien años, si el mundo existe y no explota antes, cuando se haga algún recordatorio, vamos a estar nosotros como los primeros truferos de la Patagonia argentina. Esa huella en la historia no tiene precio- señala Castro, y rememora otros tiempos.
Merodea por la chacra Trufita, una perra mestiza que detecta trufas. Quienes ofrecen asesoramiento en truficultura, recomiendan hacerse de un perro a partir del quinto año de cultivo. Esos animales de raza sugerida (border collie, labrador, golden retriever, pastor belga) cuestan en el mercado dos millones y medio de pesos. Un lujo, dice Castro, que eligió entrenar a Trufita él mismo.

—Trufita ya empezó a rascar. Va a tardar dos o tres añitos más para estar diez puntos. Va a morder la trufa y voy a tener que sacársela, hasta que aprenda.
—¿Cómo la entrenaste? —preguntamos.
—Le di de comer con una gota de jugo de trufa. También le perforé el plástico de un huevo Kínder y le puse algodón embebido adentro. Ideal hubiera sería impregnarle gotitas en las tetas de la mamá.
—¿Sabés si en la Argentina las trufas crecen de manera silvestre?
—No lo sé, nadie salió a buscarlas. Pero un español que me asesora, cree que en la Patagonia crecen naturalmente. No sé si la melanosporum —nombre científico de la trufa negra— pero sí otras quizás, incluso mejores.
Un hallazgo reciente
En los bosques de Teruel y Soria en España, de Toscana en Italia, también de Périgord en Francia, las trufas crecen silvestres y se emiten permisos para cosecharlas. Recién 30 años atrás fueron domesticadas en Europa, luego en Australia, Chile, Argentina. En 2024 nuestro país exportó unos 400 kilos de trufa negra. La mitad lo hizo “Trufas del nuevo mundo”, una empresa propietaria de 50 hectáreas, la más grande de la Argentina, localizada en Espartillar, un pueblo bonaerense cercano a Sierra de la Ventana. Vendió a España y Francia y, desde allí, a Dinamarca e Italia, aprovechando la inversión estacional. También a Estados Unidos y Brasil. Francia, Italia y España lideran los países consumidores de trufa a un precio dólar similar al de nuestro país.
Faustino Terradas nos cuenta que por iniciativa de la empresa, que lo tiene a él a cargo del área comercial, desde 2022 se organiza en el país la fiesta nacional de la trufa negra. Efectivamente, un fin de semana de junio de ese año, los 800 habitantes de Espartillar recibieron por primera vez a 4000 personas que invadieron sus calles para celebrar el inicio de la temporada de cosecha.
María Belén Pildain explicó en una nota publicada en el diario Rio Negro, que las trufas no forman parte de la biodiversidad natural de la Patagonia, sino de la zona mediterránea europea donde las precipitaciones son bajas. Pildain integra el Centro de Investigación y Extensión Forestal Andino Patagónico, un dispositivo de los estados provinciales del sur y la Nación que busca generar información vinculada a la realidad argentina, como por ejemplo la búsqueda de un perfil aromático propio.

Un lugar ideal para la cosecha
Los tres pilares que sostienen la viabilidad de la fruticultura son las condiciones del suelo, el agua y la temperatura. Lionel Masbou, un técnico francés que se gana la vida asesorando truferos en el mundo, dice que todos los suelos de proporciones óptimas de arcilla y arena son buenos y que el 95% de los campos del valle de Río Negro, donde tiene su chacra Humberto Castro, es apto para el cultivo. Que es ideal disponer regularmente de 700 a 1000 milímetros de agua en el año, un volumen menor a las lluvias en el bosque andino y desmesurado para las precipitaciones en el valle donde, no obstante, las aguas del río Negro, del río Neuquén o del río Limay son adecuadas para complementar ese indicador. Masbou dice que la amplitud térmica del verano y las marcadas diferencias estacionales en la Patagonia son clave para el crecimiento de la trufa.
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Las llamas que atraparon a principio de año unas 3900 hectáreas del paraje Mallín Ahogado en Río Negro, dejaron afortunadamente intactas las 18 hectáreas donde Adrian Piris y Jorge Bortolorato emprenden “Trufas del Mallín Ahogado”, el único lugar en el continente con trufas negras en invierno y sus variantes de otoño y de verano.
—Acá el manual europeo no aplica. Hay un trabajo de prueba y error, de perseverancia y disciplina. —dice Piris. A modo de ejemplo, explica que el encino es un árbol que prácticamente no le da trufas (a pesar de que los manuales dicen lo contrario) y que el roble es el que más da.
Piris y Bortolorato abastecen con su producción a un amplio circuito gastronómico. Proveen de trufas a “Don Julio”, la parrilla porteña elegida la mejor de Latinoamérica y entre las diez mejores del mundo. Garantizar que lleguen a tiempo, no es sencillo, porque la trufa conserva su frescura solamente por diez días. Por eso, los restaurantes no suelen ofrecerla en la carta.

“Anima”, ubicado en Circuito Chico, Bariloche, también compra a “Trufas del Mallín Ahogado”. Uno de sus dueños, Leandro Yáñez, vivió diez años en Barcelona y trabajó en restaurantes de cocina catalana tradicional-modernizada, en que la trufa es parte del recetario. El último tiempo trabajó en el Prepirineo, donde recolectaba trufa silvestre para un restorán que llegó a reunir 40 kilos en una temporada. Está acostumbrado a la presencia generosa del hongo en los platos. —Encarecer una presentación por dos láminas de trufa no tiene sentido –dice.
La trufa negra es profundamente aromática. En la primera prueba se siente la textura rugosa, podría parecer invasiva y amenazante. Yáñez suele atenuar su imperio entre complementos más bien neutros, como tallarines, huevos, papa asada a baja temperatura. La saltea, la ralla, la transforma en aceites y mantecas. De cualquier modo, una clientela fiel irá por ella entre julio y agosto, para Yáñez el punto cenital de su época.
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Es periodista, nació en Buenos Aires, vive en Bariloche. Escribe en Al Margen y colabora con otros medios, entre ellos Canal Abierto, Crisis, Caras y Caretas.