En el barrio porteño de Villa Crespo, entre las esquinas de Corrientes y Canning -cuando aún se llamaba así- el aire se quebraba con un sonido metálico, de esos que penetran por su fuerza y que se perciben por todo el cuerpo. Era el golpe rítmico y seco de una pequeña barra de metal que chocaba contra un cartel que señalaba el cruce de esas avenidas. Un hombre de unos 40 y tantos toca una melodía hipnótica que parece arrastrar consigo las historias de la ciudad que resuenan entre los edificios del barrio. A pesar de estar en el medio de una manifestación, su presencia opaca el resto.
¿Puede uno, o varios sonidos, ser memoria de lo que significó una época? ¿Puede un sonido dejar una huella más profunda que aquello que se ve? Si como dice Jean-Louis Comolli, cuando falta el sonido, falta el mundo, ¿cómo sonó ese diciembre del 2001?
“El cielo está parcialmente nublado sobre Buenos Aires, la presión es baja y la sensación térmica es de 29 grados”. Así iniciaba el informativo de Radio Mitre cuya locución estaba a cargo de Miguel Verdún y Sebastián Gómez. Era 20 de diciembre de 2001 y los locutores leían: “De La Rúa en el tobogán. Mientras el país se le cae encima el presidente ya decidió su renuncia. Así trascendió de un diálogo telefónico que el presidente de la Nación mantuvo con el titular del bloque de senadores radicales, Carlos Maestro”. El senador le había expresado que no tenía otra alternativa que renunciar, algo que ambos habían acordado luego de unos minutos de diálogo.
Un día antes, el entonces presidente había decretado el Estado de Sitio en toda la República Argentina alegando que “los problemas hay que afrontarlos y lo estamos haciendo” y pidió calma a la población para restablecer el orden. Lo que inmediatamente sonó a los pocos minutos de esa cadena nacional fue un canto mancomunado, un verso difícil de olvidar: “qué boludo, qué boludo, el Estado de Sitio, se lo mete en el culo”.
El significado de esa frase cobra relevancia después; cuando la protesta social culmina con una represión que deja 26 muertos en esa semana, y con la investidura presidencial erosionada. Era 20 de diciembre del año 2001, y la única alternativa era la renuncia del presidente.
Un día después, Florencia -quien se dedica actualmente a la docencia-, recuerda que por la tarde había ido con su padre al cine que está ubicado en Rivera Indarte y la Avenida Rivadavia, en la Ciudad de Buenos Aires. La sala oscura y la ficción que se proyectaba en la pantalla eran un respiro de tranquilidad frente a las tensiones que se vivían en la calle. Sin embargo, ese refugio momentáneo se quebró. Al salir registraron que el clima era otro. La Avenida Rivadavia, siempre bulliciosa, estaba en silencio. Un silencio extraño que se quebró rápidamente. Hasta el día de hoy, Florencia cree que eran balas. Su padre apresuró el paso para llevarla a casa, atravesando el ruido y la gran ciudad. “El miedo nos acompañó todo el camino de regreso, un miedo que no nació de lo que vi, sino de lo que escuché, de lo que imagine”.
Sol es profesora de Química y responde que el sonido que le quedó grabado en la memoria de aquellos días tan convulsos fue el del motor del colectivo en el que viajaba para ir a Plaza Once. Cuando pasaron por Avenida Rivadavia, los comerciantes estaban cerrando las persianas metálicas con movimientos torpes, y con la prisa de proteger los comercios. Los saqueos eran una realidad. El ruido del motor del colectivo sobresalía sobre el murmullo de las personas que caminaban rápidamente por la avenida y los autos que intentaban alejarse de ahí. “Había algo de tener que escapar porque la rutina se había detenido”, recuerda. Para Sol, las imágenes de ese momento se desdibujaron con el tiempo, pero la nitidez del sonido del motor continúa vibrando en su memoria.
No se ve, se escucha
No se ve, no se huele. Se escucha y se adhiere a la memoria. El poder del sonido radica en su capacidad para hacerse presente. Aquellos días fueron un concierto desordenado: el golpe de la cacerolas, las firmes pisadas de las botas de policía contra el asfalto en el medio de la represión, el zumbido de los helicópteros que recorrían la ciudad por los aires, el eco de los gases lacrimógenos viajando por el aire. Los sonidos son una manera de subsistir cuando las palabras parecen agotarse. Y aquel diciembre tuvo su propia banda sonora.
Pero así como hay sonidos, también hay silencios. Nicolás, nacido en Zárate, recuerda bien las lágrimas de su madre “porque era la primera vez que no había plata para festejar el cumpleaños”. Las lágrimas caían sigilosamente por su rostro mientras la televisión -muteada- mostraba imágenes dolorosas de aquella jornada de diciembre del 2001. Unas horas antes, habían intentado entrar al único supermercado grande de la zona pero las puertas ya estaban cerradas. Su madre le explicó que “estaban esperando los saqueos”. Para Nicolás, el sonido de las cortinas metálicas desplomándose en el asfalto como un peso pesado que cae a gran altura, y el silencio que vendría después, simbolizó el principio del fin del sistema político y económico de aquella época.
Hijos del 2001
Hijos del 2001. El grito de una generación es el libro de Salomé Suarez publicado en el 2023 por Abarcar Ediciones, que vuelve a lo esencial de esos momentos: sus testimonios. Además de encontrar entrevistas fundamentales para comprender en primera persona qué fue aquel año para la historia de una generación, se pone en juego -fundamentalmente- uno de los sentidos que en esta cultura tan visual muchas veces relegamos: el auditivo.
El libro cuenta con cuatro años de entrevistas a diferentes personas que relatan cómo vivieron aquellos años. Las historias recogidas no son solo relatos del pasado, sino reflejos que dialogan con un presente igualmente convulso y con la certeza de que el ruido, en sus múltiples formas-y como ejercicio de memoria auditiva-siempre cuenta una historia que merece ser escrita.
En 2001 vivía con su familia en una casa prestada en Martínez, un barrio en el conurbano bonaerense, y viajaba todos los días en colectivo para ir a su escuela en La Boca, ubicada en el otro extremo en el sudeste de la Ciudad de Buenos Aires. “No había plata ni para las estufas. Me cambiaron de escuela porque tampoco la podíamos pagar. Era un viaje de dos horas en el que vi y también escuché todo”, recuerda sobre ese tiempo.
“Los sonidos que más me transportan a aquella época en Argentina son el estruendo de las cacerolas y el inconfundible ssst ssst de fondo que acompaña la percusión en la cumbia villera. Hay un trabajo muy profundo con las canciones de esa época que marcaron el ritmo de los acontecimientos “, expresa la autora a Ornitorrinco.
Para comprender las razones del libro hay que remontarse al año 2018 y al anuncio de una cadena nacional que trajo a colación fantasmas de un pasado doloroso. Cuando Mauricio Macri declaró que “de manera preventiva había decidido iniciar conversaciones con el FMI” Salomé vivía en los Estados Unidos. “Otra vez no”, pensó. Las tres siglas del organismo económico internacional, y el recuerdo anexionado a un pasado que no había sido mejor, resonaban en su cabeza como un tango melancólico que repite sus notas una y otra vez. Pese a la iniciativa de recopilar testimonios de la crisis del 2001 para escribir un libro, el libro saldría a la luz un tiempo después.
Tras una pausa de dos años, decidió retomar la escritura del proyecto en el 2020, luego de que una mañana despertara sobresaltada por el ruido de disparos y gritos. En ese entonces vivia en Texas, a pocos metros de la autopista 35, una arteria inmensa que conecta México con Canadá, y que en ese instante estaba siendo ocupada por un grupo de manifestantes del movimiento “Black Lives Matter” que reclamaban justicia por el asesinato de George Floyd.El caos la trasladó a aquel tiempo revoltoso en el que la gente corría y gritaba. La protesta encarnaba el dolor y la resistencia de una lucha distinta pero familiar, que la trasladaba a Argentina 20 años atrás. Esa mañana de 2020 fue un eco, un recordatorio sonoro de la resistencia, una narrativa que exige, “ser escuchada y difundida”.
Dos mil unistas
El eco del 2001 no quedó encapsulado en el pasado. Para Salomé Suarez, los eventos de aquella época dialogan con el presente: “(…) a nuestra generación, después de haber salido de la pandemia, muchas cosas que nos pasaron en aquellos años nos remiten al ahora. Al menos eso pudimos charlar después de volver a hacer las entrevistas 20 años después”.
Es como si el tiempo hubiera trazado un puente entre dos crisis globales, conectando el miedo, la incertidumbre y la lucha de esos días con los desafíos contemporáneos. Las entrevistas no solo son relatos individuales, sino un espejo colectivo que refleja cómo los hijos del 2001 procesan un mundo que parece, constantemente, reinventar sus propias cicatrices. “Al final de cuentas somos dos mil unistas. Somos ‘hijos de’ porque el libro refleja que todos teníamos ese problema: ser hijos de una época que no ofrecía respuestas ni horizontes, sólo un paisaje traumático”, reflexiona Suarez. Esa falta de certezas definió no solo la experiencia de aquellos que crecieron en medio del caos, sino también su identidad. La frase “hijos de” condensa la sensación de pertenecer a una generación que tuvo que aprender a resistir en un escenario desmoronado.
Las historias con las que iniciamos aquí, así como las que recoge Hijos del 2001 son un testimonio de la importancia de escuchar. La memoria auditiva se convierte aquí en un acto político, una forma de construir identidad, sentido y comunión en medio de la fragmentación. Escuchar se torna indispensable incluso cuando aturde, cuando arde, y cuando duele y -así como escribir- es una forma de resistir el olvido.