“Destruiré, arruinaré sus modos. Que la tranquilidad sea restaurada. Que durmamos”, Enuma Elish, 1900 antes de Cristo.
Se trataba de la Mesopotamia, cuando los vientos calientes del desierto comenzaban a ser reemplazados por el fresco que presagiaba la llegada de la primavera, un pueblo celebraba una de las fiestas más grandiosas y significativas de su calendario: el Akitu. Esta palabra, que en la lengua acadia significaba literalmente “cosecha”, iba más allá de un simple rito agrícola. Era un festival profundamente entrelazado con las creencias cosmogónicas, sociales y políticas de los sumerios, babilonios y asirios, un homenaje a la regeneración del orden cósmico y la afirmación de la legitimidad del rey como garante de ese equilibrio.
El Akitu, en sus diversas formas y variaciones a lo largo de los siglos, representó mucho más que la conclusión de un ciclo agrícola. Era una celebración del retorno de la luz, un espacio donde las deidades cobraban vida y el reino terrenal y celestial se reencontraban. Una suerte de tributo al vínculo irrompible entre la vida humana y las fuerzas que regían el universo.
Para comprender su importancia es necesario adentrarnos en la cosmovisión babilónica, que se plasmó en textos como el Enuma Elish, el épico relato de la creación. Este poema mitológico, grabado en tablillas de arcilla, cuenta cómo los dioses, en una batalla primordial entre el caos y el orden, dieron lugar al nacimiento del cosmos. En el Enuma Elish, Marduk, el dios creador y guerrero, derrotó a la diosa del caos, Tiamat, y a través de la sangre de su cuerpo, modeló el mundo conocido. Marduk, el salvador del orden cósmico, fue entonces proclamado rey de los dioses.
Este mito no sólo narraba el origen del mundo, sino que establecía un marco divino en el que el rey babilonio era el reflejo de Marduk en la Tierra. Al igual que Marduk restauró el orden tras la derrota de Tiamat, el rey debía garantizar la estabilidad de su pueblo, asegurar la prosperidad y, por supuesto, asegurar las cosechas. Así, el Akitu no sólo celebraba la llegada de la primavera y la cosecha, sino que afirmaba el papel fundamental del monarca en el ciclo del renacer anual del orden cósmico.
“Tiamat, que es una figura maternal porque tiene varios hijos monstruosos como ella misma, también es un monstruo, y representa el caos. Marduk, por su parte, no es un hombre, sino un varón, y está allí para imponer el orden. En la Mesopotamia, quien debía detentar la realeza era un hombre. Marduk refleja más la ideología de la realeza, del rey valiente, guerrero, y no tanto la de la sociedad común, donde, si bien la sociedad mesopotámica era claramente patriarcal, no había una intención de masacrar a las mujeres o imponerse violentamente. Es un orden patriarcal, sin dudas, pero lo que está en juego es la violencia y la imposición” explica Pablo Jaruf, doctor en Historia e investigador de los períodos Calcolítico y Bronce Antiguo en el Levante meridional.
Durante el Akitu, las figuras de los dioses, especialmente Marduk, ocupaban el centro de la ceremonia. En la capital babilónica de Babilonia, un imponente templo de Marduk, conocido como el Esagila, era el escenario donde los rituales cobraban vida. La fiesta comenzaba con una serie de rituales preparados durante días y culminaba en el momento en que el rey, tras ser
despojado de sus adornos reales, se enfrentaba a una serie de humillaciones simbólicas. Esta humillación no era una debilidad, sino un acto de rendición a las fuerzas divinas que gobernaban la vida y la muerte. El rey debía simbolizar su vulnerabilidad, para que, al final de la ceremonia, fuera “revalidado” por las divinidades, reafirmando su derecho divino a gobernar.
Jaruf continúa: “Tiamat fue derrotada en tanto monstruosidad, pero gracias a ella hoy vivimos. Desde esa perspectiva, incluso podría hacerse un análisis contrario, en el que el orden masculino derrota a esta mujer o a esta feminidad representativa del caos. Sin embargo, parece que unos sin los otros no pueden existir. Se puede considerar una figura pasiva (Tiamat) y una figura activa (Marduk)”.
Y concluye “El orden patriarcal pone al hombre como el que manda, pero no anula la figura femenina, sino que le otorga un rol más pasivo, vinculado a la vida, la reproducción y la naturaleza. Podríamos decir que Enuma Elish es una suerte de texto legitimador del poder imperial, más que un mito religioso, debido a esta ambivalencia”.
Humillar al rey frente a la religión
La humillación del rey durante el Akitu no era un acto de desprecio, sino una manifestación ritual y política cargada de significado. Este ritual se llevaba a cabo para garantizar el orden cósmico, asegurar la fertilidad de la tierra y reafirmar el poder del monarca como intermediario entre los dioses y los seres humanos. A través de esta práctica, el rey no solo se sometía simbólicamente al poder divino, sino que también se reafirmaba la legitimidad de su reinado.
Al principio de la festividad, el monarca debía ser despojado de sus insignias reales, como su corona y vestimentas ceremoniales. En algunos casos, este acto de humillación incluía que el rey fuera forzado a arrodillarse o incluso recibir castigos simbólicos de los sacerdotes. Este ritual no implicaba que el rey perdiera su poder, sino que, al contrario, servía para demostrar su dependencia de las fuerzas divinas. Al ser tratado como un ser vulnerable, el monarca reafirmaba su papel de mediador entre los dioses y los hombres, mostrando que su autoridad provenía de ellos y solo podía mantenerse bajo su favor.
Desde una perspectiva política, la humillación ritual del rey tenía un mensaje claro: el poder del monarca no era absoluto ni autónomo, sino que dependía directamente de la gracia divina. El Akitu era una manera de recordar tanto al monarca como al pueblo que el rey gobernaba como representante de los dioses, y que cualquier desvío de su rol divino podía desestabilizar el orden del mundo. Este acto simbólico de muerte y resurrección del rey no solo representaba la regeneración cósmica, sino también la restauración de su legitimidad política. Al final de la ceremonia, el rey era “revalidado” por las deidades y regresaba a su rol de líder supremo, reafirmando su autoridad sobre el pueblo.
Este proceso de restauración política tenía un fuerte componente de legitimación interna del poder. Aunque el rey era tratado con desprecio simbólico, su restauración al final del ritual consolidaba su autoridad. Esto servía no solo para reafirmar su vínculo con lo divino, sino también para mantener la estabilidad del reino. Al someterse a este ritual, el rey demostraba que su poder no era un derecho natural, sino una delegación divina que podía ser retirada si no cumplía con las expectativas de los dioses.
Para Jaruf “todo el festival tiene un aspecto carnavalesco, es decir, parece suspenderse temporalmente las jerarquías tan claramente marcadas. El rey mismo se somete a esa especie de carnaval. Ahí lo que emerge con mucha fuerza es el rol del sacerdocio, en particular de los sacerdotes de Marduk, que administraban una serie de templos. Estos templos no solo eran instituciones religiosas, sino también económicas e incluso financieras. De hecho, muchos argumentan que quienes realmente controlaban el poder político en la ciudad no eran los reyes, sino los sacerdotes”.
Además, esto servía como un recordatorio de que el poder del monarca estaba sujeto a las leyes divinas y a la supervisión de los sacerdotes. Esto ayudaba a evitar cuestionamientos o rebeliones, ya que el pueblo percibía que cualquier desafío al rey era, en realidad, un desafío a los propios dioses que lo habían elegido. La restauración del rey al final del Akitu garantizaba que su autoridad fuera vista como legítima y protegida por las fuerzas divinas.
“Incluso hay otro ritual, fuera del contexto del Akitu, relacionado con el rey sustituto. Los adivinadores, incluidos los astrólogos, a veces determinaban, a partir del movimiento de los astros, que los dioses habían decretado la muerte del rey. Lo que hacían entonces era separar al rey de su cargo temporalmente, poner a otro en su lugar y asesinarlo. Así, se expiaba el destino que los dioses habían decretado. Sin embargo, lo curioso es que las personas elegidas para ser sacrificadas en estos rituales eran figuras importantes de la política local. Este tipo de prácticas también se documenta en épocas posteriores, como en la época de Alejandro Magno, quien recurrió al asesinato de un rey sustituto. De esta manera, la clase sacerdotal en Babilonia jugaba un rol crucial tanto en la política como en la economía”.
Al ritmo de la cosecha
En las grandes llanuras de Babilonia, la cosecha era más que un acto económico: era un acto sagrado, un testimonio de la relación entre el hombre y las deidades. La agricultura, con sus ciclos de siembra y cosecha, era percibida como una manifestación directa de la voluntad divina. Los mesopotámicos creían que la fertilidad de la tierra dependía de las bendiciones de los dioses, quienes otorgaban o retiraban sus favores según los rituales y ofrendas realizadas por el pueblo.
El Akitu se celebraba al principio de la primavera, durante el primer mes del calendario babilónico, que correspondía aproximadamente a marzo en nuestro calendario. Su importancia radicaba en su capacidad para asegurar la renovación del ciclo agrícola. Se celebraba a lo largo de doce días, con ritos que buscaban apaciguar a los dioses y asegurar que las lluvias fueran abundantes, que el sol acariciara la tierra de manera equilibrada y que las cosechas fueran fecundas.
Durante el festival, los babilonios realizaban un recorrido simbólico hacia los templos, portando ofrendas de grano, frutas y animales. El clímax de la festividad era la misa de la cosecha, un sacrificio en el que se sacrificaban animales como ovejas y bueyes. Estas ofrendas simbolizaban la generosidad de los dioses, quienes habían permitido la abundancia de la cosecha. En este momento, los sacerdotes leían los augurios del futuro, tratando de interpretar las señales enviadas por los dioses a través de las entrañas de los sacrificios.
-¿Qué tan importante era la cosecha en la vida de estas civilizaciones?
-Pablo Jaruf: Es muy importante, clave, porque este tipo de sociedad dependía fundamentalmente de la agricultura, y además, era una agricultura difícil de practicar. Aunque se tiende a pensar que gracias a la inundación de los ríos Tigris y Éufrates, la agricultura era más fácil, el verdadero problema era que la época de la crecida de los ríos coincidía con la época de la cosecha. El desafío, entonces, consistía en separar las aguas de los campos de cultivo e ir regándolos periódicamente para evitar problemas.
-Pero había diferencias entre el Levante y la Mesopotamia.
-La región del Levante era muy variada en cuanto a los regímenes de lluvia. En el sur, como en Judea y sus alrededores, el clima era muy árido. Lluvias escasas hacían que la agricultura fuera una tarea aún más difícil. De hecho, los lugares más fértiles dependían del agua proveniente de manantiales y aguas subterráneas, por lo que era necesario realizar obras para aprovechar esos recursos. Así que hacer que las plantas crecieran era un enorme desafío, una tarea comunitaria, un compromiso social primario. Por esto, se entiende la gran preocupación que existía por todo lo relacionado con el agua, las plantas, la reproducción y la fertilidad.
-¿Cómo era la distribución de estas tareas dentro de la sociedad?
-Todas las tareas eran pesadas, ya que implicaban el uso del cuerpo y eran manuales. Así que tanto hombres como mujeres desempeñaban tareas físicas arduas. Es cierto que los hombres estaban más en contacto con los animales, como los bueyes, para poder arar las tierras. Además, a la hora de excavar un túnel para aprovechar el agua de los manantiales, eran los hombres quienes se sometían al riesgo de perder la vida.
-Se mantenía una estructura social patriarcal.
-Las mujeres también realizaban tareas muy pesadas, como la molienda. Imaginen tener que moler todos los granos para luego hacer harina y, con esa harina, pan, sus derivados o cerveza. Esta labor era principalmente realizada por las mujeres, y está comprobada en estudios sobre los huesos, que muestran desgastes en determinadas partes del cuerpo debido a las largas horas que pasaban moliendo los granos.
Por lo tanto, podemos decir que las mujeres se encontraban en un ámbito más doméstico, por decirlo de alguna manera, mientras que los hombres estaban más en el campo abierto, ocupándose de la siembra. Las mujeres, en cambio, jugaban un rol más importante en la cosecha, el procesamiento de los alimentos y la cocina.
La victoria de la primavera
El Akitu no solo era una fiesta agrícola, sino también un acto simbólico de victoria sobre el invierno. Durante la celebración, se representaba una guerra ritual entre las fuerzas del caos, representadas por el invierno, y las fuerzas del orden, personificadas por Marduk y la primavera. Este combate tenía un alto contenido simbólico: la naturaleza cíclica del Akitu, en la que la muerte del invierno daba paso a la resurrección de la
tierra en la primavera, reflejaba la lucha por el control del cosmos. Esta guerra ritual se escenificaba a través de representaciones dramáticas que reunían a la comunidad, quienes seguían los cantos, las danzas y las representaciones teatrales que sucedían en el templo. El ritual no sólo renovaba la relación entre el hombre y los dioses, sino que también reforzaba la unidad de la comunidad.
Los babilonios, al igual que sus vecinos, tenían una visión del mundo como un sistema dinámico y mutable, donde los dioses se encargaban de la creación y destrucción del orden cósmico, y el ser humano debía rendir homenaje a estas fuerzas para garantizar su propio bienestar. El rey, como intermediario entre los dioses y el pueblo, desempeñaba un papel esencial en esta ceremonia, no solo como líder terrenal, sino como figura divina, encargada de mantener el equilibrio de la naturaleza y la sociedad; a través de la reafirmación de su poder en el Akitu.
Después de dedicar (perder) 10 años de mi vida a trabajar en procesos empresariales que solo enriquecían a los más poderosos, descubrí mi verdadera pasión: el periodismo. Hoy soy periodista y fotógrafa, especialista en Moldavia, Transnistria y Gagaúzia, regiones tan incomprendidas como yo misma. Prefiero el frío antes que el calor, tengo 21 tatuajes -la mayoría poco pensados-, una hija y no me gustan los gatos.