En muchas partes de América Latina, el Día de Muertos es una celebración. Ese día hay un desafío que se manifiesta: transformar la relación entre los vivos y los muertos, dejar el intelecto de lado y dejar de buscar respuestas, al menos por un instante. Ese día, surge una mezcla vibrante de vida y de muerte difícil de comprender a simple vista. No es un día para llorar las pérdidas. También se invita a los ancestros a regresar y a compartir un instante de conexión que establece una frontera muy fina entre lo conocido y lo desconocido por la cual muchas personas disfrutan de caminar porque, básicamente, los hace sentir bien. Es dos de noviembre y el Día de Muertos está en marcha.
Imaginemos un salón. Es bastante grande y hay algo de humedad porque está en un subsuelo. Una mesa llama la atención. Muchos la miran con detenimiento porque fue decorada con dedicación: tiene un mantel colorido, pétalos de flores de cempasúchil dispuestas sobre toda la mesa, y hay fotos también. Algunas de estas son de personas conocidas como Frida Kahlo y Víctor Jara. El homenaje a los fallecidos se convierte en memoria universal. Pero en la mesa, también, hay personas que son anónimas para la mayoría. Una en especial llama la atención: es la de una mujer que mira sonriente a la cámara y que en sus manos tiene algunas mazorcas de maíz. Está vestida con una falda larga rojiza que se complementa con una mantilla delgada de color blanco que cubre los hombros. En la mesa también encontramos fruta, galletitas y panes. Hay mucha agua repartida en vasos. El festejo por el Día de Muertos está por comenzar; la mesa tiene vida propia: en cada rincón está la esencia de quienes caminaron entre nosotros.
Culturas que cruzan fronteras
Erica es mexicana y vive en Argentina hace varios años. Es parte del proyecto colectivo Somos Calaveritas, que se dedica a festejar y revalorar la cultura latinoamericana. Todos los años el movimiento organiza este evento que propone celebrar la vida, y que fundamentalmente implica acercar nuestras miradas a lo que parece desconocido: la eternidad. En esta oportunidad, el evento -que incluyó talleres, feria artesanal y la proyección del documental El vuelo de la mariposa de Miguel Serrano Ruiz- fue organizado en el Bloque de Trabajadorxs Migrantes, una organización política que lucha por los derechos de migrantes en la Argentina. En el local en el que desarrollan sus actividades -Tacuarí 362 de la Ciudad de Buenos Aires- se puede ver una bandera en la entrada que reza: “sin la migrantada no estamos todxs”.
Al iniciar la ceremonia, Erica junto con Alejandro -un migrante ecuatoriano- hablan sobre el significado y la importancia de este día tanto en México como en Ecuador. “Nuestros muertos abonan esas raíces ancestrales latinoamericanas que se extienden por todo el continente y nos unen”, expresa la primera en el diálogo que se desarrolla entre ellos, y confirma que no es únicamente una celebración mexicana, pese a su popularidad. Y es que el Día de Muertos tiene raíces profundas en muchas culturas indígenas de América. Antes de la conquista y colonización, los pueblos originarios ya rendían homenaje a la muerte y a sus ancestros en ceremonias donde se celebraba el tránsito al más allá, al Mictlán o inframundo para los mexicas, al que los muertos iban para encontrar su descanso eterno. Para estas culturas, la muerte no es un fin, sino una continuación de la vida en otro plano, un paso hacia otra realidad donde los espíritus permanecen en conexión con los vivos.
Con el impacto de la colonización durante el siglo XVI, estas celebraciones originarias disputaron su espacio con la festividad católica de Todos los Santos y el Día de los Fieles Difuntos, establecida el uno y dos de noviembre. En este aspecto, Erica afirma que “se produjo un sincretismo”, y una fusión que “fundamentalmente muestra la resistencia de los pueblos originarios para que sus rituales no fueran erradicados” en un contexto en el que los españoles intentaron extirpar los dioses que existían en América desde tiempos remotos.
Durante el encuentro, Erica explica algunas de las diferencias que existen entre las cosmovisiones católicas y originarias. Es una buena oradora, pese a que aca no lo ejerce, en su país natal se recibió como docente de nivel inicial. M, una niña de nueve años, la interrumpe: “¿qué diferencia hay entre el infierno y el inframundo?”. La pregunta expone dos cosmovisiones distintas sobre cómo abordar la muerte. En ese contraste, los presentes pudieron revalorizar los orígenes, la identidad y la riqueza de los Pueblos Originarios, y parte de la esencia de la ceremonia recordando el valor de cuestionar hasta nuestras propias raíces. “Si el inframundo es para recorrer y descansar finalmente, el infierno es para el castigo”, recibe como respuesta M.
“Hace unos años charlando con algunos adultos argentinos me preguntaron la razón por la cual organizo estos eventos”, recuerda Erica.“¿Por qué traen rituales extranjeros?”, repite. Como si América no fuera una en su diversidad. Como si honrar las tradiciones originarias no pudiera ser posible en el contexto moderno actual o como si -aún peor- fuera algo ajeno a nuestro país. En la Argentina también se registran celebraciones similares y, por supuesto, también, en países limítrofes. ¿Quién puede determinar qué rituales son extranjeros y qué rituales no? Quienes hicieron esa pregunta no pueden y el Bloque de Trabajadorxs migrantes ya dejó asentada su posición y respuesta con la bandera que aparece en el ingreso: “sin la migrantada no estamos todxs”.
De Buenos Aires a Oaxaca
Virginia es mexicana, vive actualmente en Oaxaca y todos los años dedica tiempo a la preparación de su altar. “No es tanto el resultado sino el proceso que es emotivo”, cuenta. La celebración del Día de Muertos varía según la región, pero en todas se lleva a cabo con la misma finalidad: la unión de la familia. “La muerte no significa ausencia, sino existencia viva”, afirma. Es mirar a la muerte, pero recordando a nuestros seres queridos con amor. Encontrar “un consuelo a su ausencia porque por unos días pueden estar con nosotros y acompañarnos para compartir lo que hemos preparado con tanto amor y hacerles saber que no nos hemos olvidado de ellos”.
Algunas familias eligen incluir objetos personales que tienen un valor especial: un reloj gastado, una carta amarillenta. Cada elemento ahí dispuesto narra un pedazo de esa historia que une el mundo de los vivos con el de los muertos. El altar en el que tanto trabajó ella tiene siete niveles y cada uno tiene un significado. Virginia es enfermera, además, y cree que hablar de la muerte sigue siendo controversial. “Hay miedo e incertidumbre porque no se sabe cuándo va a suceder, pero cuando llegue yo creo que estaré cumpliendo un ciclo, pero mientras ese ciclo nuevo no inicie, estaré aquí”, manifiesta. A ella le gusta sentir que ese día sus ancestros la miran, que volvieron y se enteran cuánto los extraña; y agrega: “es triste, sí, pero no sólo eso porque también me llena de paz”. No tiene sentido limitar la tristeza sentida, así como tampoco tiene caso resistirse a la alegría, al placer y a la paz que menciona Virginia.
La escritora mexicana Rosario Castellanos escribió un poema que tituló Presencia y que en una de sus partes dice:
Y sin embargo, hermano, amante, hijo
amigo, antepasado
no hay soledad, no hay muerte
aunque yo olvide y aunque yo me acabe.
Hombre, donde tú estás, donde tú vives
permanecemos todos
Ni la naturaleza ni los seres humanos estamos condenados a la muerte eterna, consideran desde tiempos inmemoriales los pueblos mesoamericanos: el sol reaparece cada mañana, el maíz muere y renace, la vegetación muere en épocas de sequía para resurgir en cada estación lluviosa.
La muerte y la vida son sólo dos aspectos de una misma realidad. Mucho antes de la conquista y colonización española, los alfareros de Tlatilco modelaban una cara doble: mitad viva, mitad esqueleto. Ese dualismo lo encontramos siempre en la historia mexicana para hacernos recordar que para ellos la vida también brota de la muerte porque como dice lx filosofx y activista Vir Cano: “porque lsx muertxs también se resisten a quedarse quietxs, fijxs, y cobran vida en los umbrales porosos de nuestras existencias, de nuestras des-memorias y de nuestras palabras”.
Celebrar la eternidad
Al finalizar la ceremonia un hombre, oriundo de Veracruz, se acerca a hablar con Erica. Visiblemente emocionado expresa que el evento “había tocado una fibra sensible en él”. Su reacción refleja el poder que tuvo esa celebración: mientras que recuerden a quienes no están, nunca se habrán ido del todo. La muerte no es un adiós definitivo, sino una promesa de reencuentro. Es que para quienes aquí estén un tiempo más, algo sumamente valioso se expresa: hay una historia compartida que no termina porque florece en cada recuerdo. La muerte no significa ausencia, sino existencia y presencia activa.
En el Día de Muertos, el tiempo se pone en pausa. La celebración asalta las calles, los cementerios, los parques, pero también los centros culturales lejos de México. Los altares se llenan de colores y recuerdos, conectan lo visible con lo invisible, quienes están y quienes se hacen presente. Es una fiesta colectiva, aunque los muertos se celebran de forma privada. Hay una promesa que todos los dos de noviembre se repite: mientras recordemos, no habrá olvido. Quizás sea importante, como sugiere la tradición, dejar de pensar tanto y sentir que los muertos regresan para celebrar con nosotros y disfrutar lo que hemos preparado y que está dispuesto en nuestros altares.