Ensordecedor,
el estruendo abre
la tierra herida. Silencio
escondido llora.
Humo y sombras van,
cielo de cenizas grita.
Todo queda atrás.
¿Después de tantos años?
Después de tantos años…
Desde 1979, aproximadamente 20 mil personas murieron en Camboya a causa de minas terrestres y otros artefactos explosivos sin detonar. Otras 65 mil resultaron heridas durante este mismo período. En los primeros ocho meses de 2023, se reportaron cuatro muertos, catorce heridos y ocho amputaciones.
Los pies descalzos tantean la tierra, temerosos. En Camboya, el suelo no es un refugio: es una trampa. Hay cicatrices que no cierran, cráteres que aún guardan recuerdos de guerra.
Pero hay hocicos que salvan vidas. Pequeñas, peludas, con bigotes y patas diminutas que no pesan lo suficiente como para activar la muerte enterrada. No son máquinas de detección avanzada, tampoco están desarrolladas con ninguna IA: son ratas. Las llaman “ratas héroes”. Con su olfato entrenado, husmean en busca del TNT, un explosivo usado en proyectiles militares, bombas y granadas, y que esta oculto bajo la superficie. Cuando los roedores identifican el componente se quedan inmóviles, esperando la señal. Un simple gesto, y el equipo de desminado acude.
Desde 2015, Magawa, una rata africana de la organización APOPO, ayudó a limpiar más de 225 mil metros cuadrados de terreno en Camboya, encontrando más de 100 minas. Su legado de 70cm de estatura y 1.2 kilogramos de peso continúa en otras ratas, que siguen explorando el suelo con la misma urgencia: devolver la tierra a quienes la pisan.
“A menudo se desarrolla un vínculo entre los entrenadores de APOPO y las ratas, pero su principal motivación es la comida, por lo que no se apegan a sus cuidadores de la misma manera que lo haría, por ejemplo, un perro. Los entrenadores pasan mucho tiempo cuidando a los animales, proporcionándoles alimento, enriquecimiento y sesiones de entrenamiento. Esto crea confianza y respeto mutuos. Incluso las ratas que no logran completar el entrenamiento con el nivel de estándar requerido reciben cuidados continuos y se retiran para vivir el resto de sus vidas en comodidad. La organización enfatiza el bienestar de las ratas, asegurando que sigan siendo valoradas como compañeras en un trabajo que salva vidas, independientemente de su rol operativo. Creo que el 94% de nuestras ratas logra completar su entrenamiento con éxito”, explica Lily Shallom, entrenadora de APOPO.
No fue casualidad que las ratas africanas gigantes se convirtieran en expertas en salvar vidas. En Tanzania, en la década de 1990, un grupo de científicos comenzó a entrenarlas para detectar explosivos con su agudo sentido del olfato. Su ligereza las hacía perfectas: podían recorrer campos minados sin detonarlos. Y además, trabajaban rápido.
Mientras un humano con un detector de metales podía tardar hasta cuatro días en revisar un terreno del tamaño de una cancha de tenis, un solo roedor lo hacía en apenas media hora. No buscaban metal como las máquinas, sino el aroma preciso del TNT, ignorando fragmentos de metralla y chatarra inofensiva.
Con paciencia y entrenamiento basado en recompensas, se convirtieron en la mejor esperanza para países como Camboya, donde las minas siguen acechando como fantasmas de una guerra que no terminó cuando cesaron los disparos.
El secreto del éxito de estas ratas está en la combinación de su instinto natural y el condicionamiento conductual. Son animales impulsados por la comida, por lo que su entrenamiento se basa en reforzar los comportamientos deseados con recompensas. Su agudo sentido del olfato y su curiosidad innata las hacen excepcionales para detectar explosivos. Pero el instinto, por sí solo, no basta: cada rata pasa por un proceso meticuloso en el que aprende a enfocarse exclusivamente en la identificación de olores de TNT, sin distraerse con otros estímulos del entorno.
El entrenamiento es exigente. Las ratas deben alcanzar una tasa de precisión del 100% para ser certificadas como expertas en detección de minas. Se someten a evaluaciones constantes a lo largo del proceso y, una vez graduadas, continúan recibiendo entrenamientos de refuerzo para mantener su rendimiento con el tiempo.
Pero el campo de trabajo real no es un laboratorio. Camboya impone desafíos que van más allá de la técnica: vegetación densa, lluvias torrenciales y un clima extremo que puede afectar la efectividad de las ratas. Para adaptarlas, los entrenadores replican estas condiciones durante la capacitación y ajustan sus horarios de trabajo, priorizando las horas más frescas del día para garantizar su bienestar.
Entrenar una rata héroe no es una tarea rápida ni barata. “El proceso completo toma entre 9 y 12 meses y requiere instalaciones especializadas, atención veterinaria y una dieta balanceada. Cada una representa una inversión de aproximadamente 6 mil euros. Pero en un país donde aún quedan millones de minas enterradas, su valor es incalculable: con cada explosivo detectado, devuelven un pedazo de tierra segura a las comunidades”, destaca Shallom.
Siguen su instinto. Olfatean. Se detienen. Y con su hocico enfrentan los vestigios de una guerra que se niega a desaparecer.
APOPO nació en Bélgica en la década de 1990 con la misión de entrenar ratas para detectar minas terrestres y enfermedades como la tuberculosis. Bart Weetjens es el fundador de la organización y quien tuvo la idea; de chico tenia ratas como mascotas.Durante sus estudios, estaba realizando un análisis del problema de las minas terrestres en el África subsahariana y se dio cuenta de que la limpieza de minas terrestres era peligrosa y costosa. Recientemente había leído un artículo sobre los jerbos y su capacidad para detectar explosivos en condiciones de laboratorio, fue entonces cuando pensó en el sentido del olfato de sus ratas y en su capacidad de adiestramiento. Consultó con el profesor Ron Verhagen, un experto en roedores de la Universidad de Amberes, quien le recomendó la rata gigante africana (Cricetomys ansorgei) por su larga vida y su adaptación a las duras condiciones de África.
Con base en Tanzania, su trabajo se ha expandido a varias regiones afectadas por explosivos, incluyendo Camboya. Para financiar su labor, APOPO desarrolló un sistema de visitas turísticas a sus centros de entrenamiento, donde los visitantes pueden observar el trabajo de las ratas héroe en acción. Además, ofrece la posibilidad de realizar donaciones y apadrinar ratas, permitiendo a los patrocinadores recibir actualizaciones sobre su desempeño y contribución a la seguridad de comunidades afectadas por las minas.
Tres nombres
La historia de estas minas empieza mucho antes de que las ratas aprendieran a olerlas. Entre 1965 y 1973, la Guerra de Vietnam desbordó sus fronteras. Richard Nixon y su secretario de Estado, Henry Kissinger, decidieron que la clave para ganar estaba en los cielos: bombardear, destruir, arrasar.
El conflicto en Vietnam ya llevaba una década cuando Nixon asumió la presidencia de Estados Unidos en 1969. La guerra, que en principio se libraba entre Vietnam del Norte, liderado por el Partido Comunista, y Vietnam del Sur, apoyado por Estados Unidos, pronto se convirtió en una guerra total en la que los límites geográficos dejaron de importar. El Viet Cong, la guerrilla comunista del Sur, utilizaba territorios vecinos como rutas de abastecimiento y refugio. La llamada “Ruta Ho Chi Minh” atravesaba Laos y Camboya, permitiendo el flujo de soldados, armas y suministros.
Para Nixon y Kissinger, la estrategia estaba clara: si querían ganar la guerra, debían cortar esos corredores. ¿Cómo? Con una campaña de bombardeos masivos que asegurara la destrucción de cualquier base enemiga y desmoralizara a la población que pudiera brindarles apoyo.
Camboya, un país oficialmente neutral, se convirtió en un campo de pruebas para la brutalidad de la estrategia estadounidense. Durante años, la Fuerza Aérea de EE.UU. arrojó más de 2.7 millones de toneladas de explosivos sobre territorio camboyano. Más que todo lo que los Aliados lanzaron en Europa durante la Segunda Guerra Mundial.
Las misiones de bombardeo fueron diseñadas en secreto. Bajo nombres clave como “Operación Menu” y “Operación Freedom Deal”, Kissinger autorizó ataques sistemáticos sobre aldeas, campos de cultivo y junglas. La idea era sencilla: arrasar con todo lo que pudiera albergar combatientes enemigos. No importaban los daños colaterales. Se esperaba que la devastación forzara a la población a huir y, en consecuencia, interrumpiera las redes de suministro de la guerrilla vietnamita. Pero lo que realmente logró fue abrir las puertas del infierno.
Las imágenes de la época son desoladoras: aldeas arrasadas hasta los cimientos, cuerpos calcinados en campos que nunca volverían a florecer. Una generación entera creció bajo la sombra del estruendo de las explosiones y el olor a pólvora. El suelo quedó sembrado de bombas sin detonar. La población, aterrorizada y furiosa, se inclinó hacia las fuerzas extremistas que prometían venganza.
Los Jemeres Rojos
En medio de la devastación, un hombre tomó el control: Pol Pot. Líder de los Jemeres Rojos, su promesa era simple y aterradora: una revolución radical que borrara todo rastro de influencia extranjera, que destruyera la modernidad para volver a un supuesto pasado puro.
La ideología de los Jemeres Rojos era una versión extrema del maoísmo. Pol Pot y sus seguidores creían que la sociedad debía ser purgada de todo elemento burgués o intelectual. La modernidad era vista como un cáncer que había corrompido a la nación. Su solución: empezar de cero. Camboya debía transformarse en una utopía agraria, donde la población trabajara colectivamente en el campo y viviera sin influencias externas.
Cuando los Jemeres Rojos tomaron Phnom Penh en 1975, lo primero que hicieron fue vaciar la ciudad. Más de dos millones de personas fueron obligadas a marchar hacia el campo bajo la promesa de una nueva vida. En realidad, lo que les esperaba era trabajo forzado, hambruna y muerte. Intelectuales, médicos, profesores, cualquiera que llevara anteojos y pareciera saber leer, fueron ejecutados. La paranoia creció hasta el punto de que incluso miembros del propio régimen fueron purgados y asesinados. El campo se llenó de fosas comunes.
Entre 1975 y 1979, aproximadamente dos millones de personas murieron, ya sea ejecutadas o por hambre y enfermedades. El horror de los Jemeres Rojos no fue solo el exterminio, sino la sistematización del sufrimiento. Se documentaron torturas atroces en centros de detención como Tuol Sleng, una antigua escuela transformada en prisión y sala de torturas, donde miles de personas fueron interrogadas y ejecutadas.
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Finalmente, en 1979, Vietnam invadió Camboya y derrocó al régimen. Pol Pot huyó a la selva y la organización de los Jemeres Rojos se desmoronó. Pero el país quedó cubierto de trampas mortales. Minas plantadas por todas las facciones del conflicto: los estadounidenses, los vietnamitas, los Jemeres Rojos, el ejército camboyano. Un legado de horror que sigue explotando décadas después. Suerte que existen las ratas héroe.
Después de dedicar (perder) 10 años de mi vida a trabajar en procesos empresariales que solo enriquecían a los más poderosos, descubrí mi verdadera pasión: el periodismo. Hoy soy periodista y fotógrafa, especialista en Moldavia, Transnistria y Gagaúzia, regiones tan incomprendidas como yo misma. Prefiero el frío antes que el calor, tengo 21 tatuajes -la mayoría poco pensados-, una hija y no me gustan los gatos.