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Una década de fuego y silencio

Tiempo de lectura: 9 minutos

Fue entonces que todo empeoró, pero era difícil adivinar qué tanto. Porque primero, entre noviembre y febrero, fueron las protestas en la capital y la represión y los grupos armados y los muertos. Hubo fuego y francotiradores. Después hubo protestas y contraprotestas en otras ciudades.

En Kiev, los manifestantes iban contra el gobierno de un tal Víktor Yanukovich, bien cercano a Rusia, pero en el sur y en el este de Ucrania, había movilizaciones a su favor. Algunos hablaban entonces -y siguen hasta hoy- de un golpe de Estado promovido por la Unión Europea, o por Estados Unidos o por la OTAN o por todos juntos. Es que estos actores mostraron su apoyo político y económico a quienes buscaban la salida de Yanukovich. Y Yanukovich se fue, huyó, dejando detrás suyo a más de 100 muertos. Las contraprotestas crecieron y, apenas 5 días más tarde, empezó lo que pronto sería guerra, aunque ya fuera ocupación.

La península de Crimea había estado bajo la órbita de Kiev desde 1954, cuando Nikita Jrushchov, líder soviético que estudió y vivió en Donetsk, al este de Ucrania, estableció que el territorio ya no pertenecería a Rusia. La versión oficial es que así se celebraban los 300 años de reunificación entre Ucrania y Rusia, pero cuentan las malas lenguas que la decisión se tomó en una noche de mucho alcohol. Simpático y, por qué no, creíble mito.

Víktor Yanukóvich y Vladimir Putin (2013), en el Gran Palacio del Kremlin, en Moscú. Imagen: Yuri Kochetkov para EFE.
Víktor Yanukóvich y Vladimir Putin (2013), en el Gran Palacio del Kremlin, Moscú. Imagen: Yuri Kochetkov para EFE.

Tras la disolución soviética, Rusia se quedó con la base naval de Sebastopol, en la península, a cambio de un canon. Víktor Yúschenko, presidente entre 2005 y 2010, había amenazado con anular el contrato que expiraría en 2017, pero su sucesor, Yanukovich, lo extendió hasta 2042. Sin Yanukovich, todo estaba en riesgo: la base, los acuerdos económicos, la influencia política, el poder. En una región de predominante habla rusa, 25 mil personas salieron a las calles para protestar contra Kiev y contra la salida del ya ex presidente de Ucrania. Así, todo volvió a empeorar.

El 27 de febrero de 2014 un grupo de hombres armados y enmascarados, a los que se conoció como “hombrecitos de verde”, comenzó la toma de edificios públicos en Crimea. Parte de la población local apoyó -aunque es muy difícil saber qué porcentaje-, un poco porque Ucrania era un caos y otro poco porque en Crimea se hablaba ruso y el partido de Yanukovich tenía un respaldo importante.

Además de los soldados rusos ya apostados en la península, llegaron hasta 1.700 hombres. No hubo mayor resistencia de las autoridades locales e incluso muchos miembros de las fuerzas ucranianas se unieron al ejército ruso. De los 19 mil militares ucranianos en Crimea, 15 mil -es decir, un 70%- desertaron y se unieron a las filas de Moscú. La Corte Suprema de Crimea reclamó un referéndum de status el 6 de marzo y Kiev respondió que sería inconstitucional. Las cadenas de radio y TV locales fueron reemplazadas por medios rusos. Para el 8 de marzo ya no eran sólo “hombrecitos de verde” los que controlaban la zona: ahora había fuerzas abiertamente identificadas como rusas. El 11, Crimea y la ciudad autónoma de Sebastopol, unificadas, declararon su independencia.

Luego hubo un referéndum sin observadores internacionales y en el que, previsiblemente, más del 95% votó a favor de ser parte de Rusia. Al menos, esos fueron los resultados oficiales. El 18 de marzo de 2014, Putin firmó la anexión de Crimea y Sebastopol junto al Jefe de Gobierno de la República de Crimea, el Presidente del Consejo Estatal de la República de Crimea y el Alcalde de Sebastopol. Todos ellos habían asumido hacía menos de 3 semanas. Durante aquel primer discurso en la península, el presidente ruso comparó la “reunificación” de Crimea y Rusia con la reunificación alemana de 1989.

Fue entonces que todo empeoró. Algunos de los que habían participado de la toma de la península, como Ígor Guirkin y Aleksandr Borodai, marcharon con sus hombres hacia el este, a la región del Donbass, y repitieron el proceso. Pronto empezó la guerra.

La anexión de Crimea repercutió en sanciones económicas, en un primer distanciamiento entre Rusia y Occidente que se potenció después de la invasión de 2022 -esta vez, sin hombrecitos enmascarados-, en protestas, en condenas de la Asamblea General de las Naciones Unidas, en un quiebre con Ucrania. Y en un nuevo puente, el más largo de Europa, para conectar la península con Rusia. Pero también en una división de la diáspora rusa entre aquellos que continuaron identificándose como parte del “mundo ruso” y aquellos que rechazaron cualquier afiliación. Aquellos que estaban a favor y aquellos que estaban en contra de Putin.

Todo esto se potenció en los siguientes 10 años. Pocos días después de la invasión de 2022, Putin decía que los rusos fuera de Rusia son traidores: “la sociedad rusa sabrá distinguir a los patriotas de la escoria”. El discurso oficial pasó de una comprensión cívica basada en la ciudadanía y la identificación con el Estado a una más étnica centrada en la lengua y la cultura rusas.

“Las fronteras de Rusia no terminan en ningún lado”, había dicho Putin en 2016. El pueblo ruso planta bandera en donde sea que esté. Primero la etnia, después la ciudadanía.

Pero en 2014, el líder de Moscú decía que “no promoveremos el nacionalismo ruso y no pretendemos revivir el Imperio ruso”. Y hacía las dos cosas. Para justificar su accionar, habló del derecho de la población local a elegir su futuro. Si esa elección se daba en un referéndum bajo ocupación armada y sin observadores internacionales, no era su problema.

El mundo había cambiado. Las fronteras habían cambiado, aunque la OTAN dijera que eso no estaba permitido ni era posible en esta Europa del siglo XXI. Putin respondió hablando de Kosovo, la ex región yugoslava que se había independizado unilateralmente en 2008, con apoyo casi unánime de Occidente. “Si Kosovo puede hacerlo sin pedirle permiso a nadie, Crimea también puede”. Algo así era el argumento, tan claro que la declaración de independencia de la península lo menciona explícitamente como antecedente. Aunque Rusia no reconozca a Kosovo y, obviamente, sí a Crimea.

Fue entonces que todo empeoró. Las persecuciones y la represión contra quienes no hablaran ruso o no apoyaran, “contra miembros destacados y activistas de la comunidad tártara de Crimea, personas con opiniones proucranianas y miembros de grupos religiosos minoritarios, que enfrentan continuas represalias”, según Amnistía Internacional. El Mar Negro se militarizó. Desde Ucrania, restringieron el paso a través del canal de Crimea del Norte, único acceso de agua potable a la región, afectando a la población local y a su producción agrícola. Algo similar ocurrió en Donbass: Ucrania cortó servicios, cortó lazos, pero siguió reclamando la tierra. Por decisión o incapacidad, el castigo de Kiev a las regiones fuera de su control fue un argumento muy útil para Moscú.

Manifestación en favor de la anexión de Crimea a Rusia. Imagen: La Vanguardia.
Manifestación en favor de la anexión de Crimea a Rusia. Imagen: La Vanguardia.

Lo que siguió fue un proceso de consolidación de Putin a nivel local. No es casual que en tantos países que atravesaron las siempre difíciles transiciones del socialismo a la economía de mercado, ahora se celebre la estabilidad y fortaleza. Mejor mano dura que más caos e incertidumbre. Una cuota de certezas puertas adentro, aunque afuera pase lo que pase. En el peor de los casos, siempre pueden encontrarse culpables, para cuando no todo marche sobre ruedas. Será la OTAN, la UE, los inmigrantes, los terroristas, los fascistas o el grupo al que se pueda acusar en un momento determinado. El que esté más a mano. El apoyo a Putin, si bien difícil de medir con exactitud, sigue siendo muy amplio.

En la última década pasó de todo en esa región que solía ser patio trasero de Moscú. Protestas en Bielorrusia, guerra entre Armenia y Azerbaiyán, choques constantes entre Kirguistán y Tayikistán, amenazas reiteradas a los Estados del Báltico, además del riesgo latente de esos tres territorios que, por ahora, permanecen como conflictos congelados: Transnistria, en Moldavia; Abjasia y Osetia del Sur, en Georgia.

A esta altura, ya no es relevante debatir sobre la comparación entre Kosovo y Crimea porque, a fin de cuentas, la legalidad y la legitimidad quedaron de lado hace rato. Los intereses y las armas, las teorías realistas, todos ellos salieron ganadores, aunque no sean pocos los que aún hablen de democracia, de cooperar, de diálogo, de organismos internacionales e integración. La OTAN se fortaleció, Rusia pasó a mirar más hacia el este, la UE busca sobrevivir a los tumbos.

¿Quién puede garantizar hoy que lo que empezó en Crimea hace una década terminará en -el resto de- Ucrania? Los acontecimientos de los últimos 10 años demuestran que ya no hay conflictos congelados heredados de la disolución soviética. El mundo cambió. Los estallidos locales con potencial de expansión están a la orden del día ¿Qué certezas hay respecto a la seguridad de Moldavia o de Georgia? ¿Y en Asia, en el Mar de la China meridional o entre India y Pakistán? ¿Y en la misma Rusia? La inestabilidad llegó para quedarse.

En 2008, el Primer Viceprimer Ministro ruso Sergei Ivanov dijo que reconocer la independencia unilateral de Kosovo era abrir una Caja de Pandora de secesionismos e insurgencias. Invadir y anexar Crimea también. Es difícil adivinar hasta dónde pueden llegar las consecuencias de aquel marzo de 2014, cuando todo empezó a empeorar.

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