El día comienza cuando la ciudad despierta. Afuera, los carros resuenan sobre los adoquines y un aire denso, espeso, huele a hollín y caballo. Adentro, en el Hospital de Mujeres, Cecilia Grierson se ata el delantal. Blanco, largo, rígido. Lo aprieta en la cintura con una firmeza que disimula el temblor. No de miedo, sino de urgencia. Un temblor de ideas, de ciencia, de la certeza de que lo que está por hacer no es común, no es sencillo, y que -lo sabe- si fuera hombre, nadie estaría cuestionando nada.
En la sala de preparación, las mujeres esperan. Algunas en silencio, otras con un murmullo bajo, una letanía de preguntas que nadie responde. En una de las camillas está la paciente. Tiene cuarenta y dos años. Piel húmeda, labios pálidos. Un dolor que no expresa pero que se adivina en la manera en que aprieta los puños.Su respiración es apenas un hilo.
Cecilia revisa los procedimientos. Agua hervida para las manos, gasas empapadas en ácido fénico. Desde Londres le llegó la novedad de la antisepsia: carbolizado, desinfección minuciosa. La paciente recibe una infusión de valeriana para calmarse. Si todo sale bien, vivirá. Si no, la infección la consumirá en fiebre en cuestión de días.
Entre 1883 y 1889 se realizaron 70 histero-ovariotomías en el hospital. De esas, 19 pacientes murieron. A pesar de que el número de mortalidad es alta, para la época el resultado del procedimiento es un avance. Cecilia lo sabe. Y también sabe que, aunque no la dejen operar, aunque la mantengan al margen, ella es parte de ese cambio.
La paciente es llevada al quirófano. En la preparación final, el cuerpo es limpiado con precisión, la piel frotada con alcohol y ácido fénico. Un asistente le sostiene la cabeza, otro le sujeta las muñecas, aunque no hace falta: el cuerpo ya está laxo, entregado. El cirujano entra, es un hombre. Cecilia no operará. Cecilia asistirá, observará, registrará cada paso. Pero nunca sostendrá el bisturí.
La sala es un murmullo contenido. La asisten dos internos, pero es el cirujano quien lidera. Cecilia toma notas. Podría hacerlo. Sabe que podría hacerlo. Pero no la dejan. La realidad es un muro de normas y prejuicios.
Cuando la última gasa se retira y la piel se cierra bajo las puntadas de otro, Cecilia da un paso atrás. Mira a la paciente. Sigue respirando. Vivirá. Mira a los hombres que la rodean. Ninguno la mira.
Se lava las manos, se quita el delantal. Afuera, la ciudad sigue. Carros, adoquines, el silbido del tren lejano. En su escritorio la espera una pila de papeles, notas, conclusiones. Un día más. Una cirugía más. Pero algo cambió: por primera vez una mujer observó, y formó parte de ese equipo que salvo otra vida.
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“Fue la primera promoción de maestras normales de Buenos Aires; fundó la primera escuela de enfermeras; creó el uniforme de enfermera copiado luego en varios países de la región; fue la primera médica argentina y latinoamericana”, cuenta María Angélica Labiano a la revista Caras y Caretas. Ella es coordinadora del área de divulgación histórica de la fundación Cecilia Grierson. Trabaja codo a codo con Anne Blanchard, directora de la fundación y sobrina bisnieta de Cecilia.
Y continúa: “Cuando ella estudia lo que ahora es la residencia –antes llamado practicante menor y practicante mayor– descubre que todo era muy sucio, que no había higiene. Ella inculca el lavado de manos. Los médicos iban de la sala de disección de cadáveres a atender partos. Las mujeres se infectaban y morían de septicemia. En esa época, lo que propone Grierson era de avanzada”. Fuente: revista Caras y Caretas.

Cecilia Grierson entendió que la medicina no podía reducirse a la práctica quirúrgica ni al diagnóstico clínico, sino que debía contemplar integralmente el bienestar del paciente. En su tesis doctoral sobre las histero-ovariotomías, no solo abordó la intervención quirúrgica en sí misma, sino también la necesidad de una preparación adecuada para las pacientes antes y después de la operación. En un contexto donde la atención médica femenina era aún incipiente y muchas intervenciones se realizaban con una mirada mecanicista, Grierson puso el foco en los cuidados previos, la higiene, la alimentación y la recuperación postoperatoria, sentando así las bases para un enfoque más humanizado de la cirugía ginecológica.
Su trabajo no solo influyó en la medicina, sino que también impulsó una visión profesionalizada de la enfermería en Argentina. Para Grierson, la recuperación de las pacientes no dependía únicamente del éxito quirúrgico, sino también de la formación de enfermeras capacitadas que garantizaran un ambiente adecuado en los hospitales. Desde su rol como docente y médica, promovió la enseñanza de técnicas de higiene, curación y asistencia que antes se consideraban tareas menores. Con ello, estableció un nuevo paradigma en la salud pública: el reconocimiento de las tareas de cuidado como una parte esencial de la práctica médica y de la recuperación de las pacientes, un concepto que, aunque hoy parece evidente, en su época fue una innovación radical.
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Buenos Aires crecía con la velocidad del siglo, con los rieles del ferrocarril y la electricidad imponiendo un nuevo orden en sus calles de adoquines. Adentro, en las aulas de la Facultad de Medicina, el aire era denso, inundado por el olor a tabaco y el ruido de los murmullos. Cuando Cecilia Grierson entraba al anfiteatro, las miradas se clavaban en su silueta. Era 1882, y no había otra mujer en el aula.
Había querido ser docente. Había querido seguir un destino más aceptado para alguien de su condición. Pero la enfermedad de una amiga cercana la desvió del camino que parecía escrito. No había sido solo la impotencia ante el dolor ajeno: había sido la certeza de que los médicos no estaban haciendo lo suficiente. Así que se inscribió en la carrera de medicina y, con 23 años, empezó a caminar un sendero que nadie antes había recorrido.
La Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires era un espacio hostil. No era solo que fuera la única mujer entre cientos de varones, era también que los prejuicios estaban enraizados en la estructura misma de la institución. Grierson no tenía margen para la resignación. Había dejado su empleo en la Escuela Normal para trabajar en una escuela nocturna para obreros, con lo que apenas le alcanzaba para mantenerse a sí misma y a sus hermanos, a quienes había llevado a vivir con ella en Buenos Aires.
Cecilia Grierson también impulsó la educación obstétrica y la atención médica de mujeres e infancias
No era bien recibida. Los alumnos murmuraban cuando entraba al aula. No faltaban quienes le cerraban el paso en los pasillos. Le asignaban el último banco, la dejaban sin material de estudio, la obligaban a tomar notas de oído. En los exámenes orales, algunos profesores se mostraban reticentes a evaluarla y le hacían preguntas más difíciles que a sus compañeros. Pero ella respondía, miraba a los ojos, desarmaba la hostilidad con la única arma que tenía: el conocimiento.
En 1886, en plena epidemia de cólera, Grierson tuvo su primer gran enfrentamiento con la realidad médica de la época. Sin dudarlo, se presentó como voluntaria en la Casa de Aislamiento, hoy el Hospital Muñiz, para atender a los enfermos. En medio de la emergencia sanitaria, su presencia ya no parecía tan inaceptable: las manos que curaban no tenían género. Su labor la hizo ganar cierto reconocimiento entre sus pares, pero no aminoró el desprecio de quienes creían que su lugar estaba fuera de los hospitales.
Cuando finalmente llegó el momento de su tesis, Grierson eligió un tema quirúrgico: Histero-ovariotomías ejecutadas en el Hospital de Mujeres, desde 1883 a 1889. No fue casualidad. La cirugía ginecológica era un campo dominado por hombres que operaban sin una base estadística clara. Grierson no solo realizó un relevamiento de los casos de extracción de ovarios y útero en el Hospital de Mujeres, sino que analizó las complicaciones postoperatorias y los resultados de cada intervención. Su tesis fue un trabajo pionero: el primero en Argentina que estudiaba con rigor sistemático las consecuencias de estas operaciones en las pacientes.

Grierson aprobó su tesis con holgura. Se convirtió así en la primera médica del país. A pesar de su título, Grierson no pudo acceder a los mismos puestos hospitalarios que sus compañeros varones. La carrera que había cursado con tanto esfuerzo le cerraba las puertas una y otra vez. Entonces hizo lo que había hecho siempre: abrir su propio camino. En 1890, fundó la primera Escuela de Enfermería del país en el Círculo Médico Argentino, profesionalizando una tarea que hasta entonces era ejercida sin formación formal. Diseñó el uniforme de las enfermeras y escribió manuales de primeros auxilios que se convirtieron en referencia.
Hoy, su imagen aparece en el billete de dos mil pesos, junto a Ramón Carrillo
Grierson también impulsó la educación en obstetricia y la atención médica de mujeres y niños. Fundó la Asociación Obstétrica Nacional y promovió la enseñanza de parteras con un enfoque científico. En 1899, viajó a Europa para estudiar nuevos métodos de enseñanza médica y traer innovaciones al país.
Los homenajes llegaron tarde. En 1934, cuando murió en Buenos Aires, su nombre ya estaba en libros de historia y placas conmemorativas. Hoy, su imagen aparece en el billete de dos mil pesos, junto a Ramón Carrillo. Pero lo que la sostiene en la memoria colectiva no es el papel moneda ni las calles que llevan su nombre. Es la historia de la primera mujer que cruzó las puertas de la Facultad de Medicina sabiendo que nadie la quería allí y, aun así, se quedó.
Soy periodista y fotógrafa, especialista en Moldavia, Transnistria y Gagaúzia, regiones tan incomprendidas como yo misma. Docente de la materia Introducción al Periodismo y la Información en Tea&Deportea.