Claudia, 12 años. Actualmente es comerciante.
Éramos de Avellaneda, hinchas del rojo. Yo adoraba al Maestro, al Bocha, es decir, a Ricardo Bochini. Mi mamá, Nélida, trabajaba todo el día como administrativa de la Secretaría de Tránsito de Capital Federal y mi papá, Carlos, era sastre, además de militante del Partido Comunista -pero del verdadero PC, no del PCCE que dijo que Videla era el tirano menos sanguinario de todos-. Recuerdo cómo la vida cambió de un minuto a otro. Ya no salíamos de casa, salvo para cumplir nuestras obligaciones: ellos al trabajo, yo a estudiar. No más sánguches de pickles en la plaza después de la escuela con mis amigas, no más parques, no más cine, no más Pumper Nic los sábados.
Hasta el ambiente cambió, el mundo se volvió gris. Supongo que lo que teñía todo era la imposibilidad de hacer lo que yo quería y también ver a mis papás en estado de… No sé cómo describirlo bien. Mi mamá estaba angustiada, parecía que había perdido la esperanza, las ganas de vivir. Papá estaba furioso todo el tiempo. Decía que tenían que organizarse con los vecinos para no pagar los impuestos. También juntaba los sifones de soda que la gente tiraba en la calle y, cuando iba al local del partido -local que había pasado a la clandestinidad y funcionaba en el segundo piso de un edificio de Capital-, los tiraba desde la altura en la cabeza de los pelotones militares que pasaban. Esta clase de actitudes desesperadas por parte suya provocaron su separación y que mi papá se marchara. De ser una familia unida, pasamos a ser nada.
Recuerdo que una noche mi mamá me dijo: -Vamos, Claudia, bañate que vamos a una fiesta.- Era la fiesta de fin de año de la oficina de Tránsito. ¡Por fin íbamos a salir del claustro en el que se había convertido mi casa! La calle ya no me parecía tan gris. Subimos al Fiat 600 de uno de sus compañeros de trabajo y emprendimos viaje. Con la desgracia de que, a mitad de camino en Puente Pueyrredón, el auto se quedó. Nos bajamos con mamá a pedir auxilio a la cabina de policía que había en el puente y, sin mediar palabra, un milico sacó el fusil por la ventana y nos apuntó. Caminamos a casa. A los pocos días, me mudé con mis vecinos a un pueblo llamado Juan María Gutiérrez, yo feliz, porque viviría con mi amiga Sandra, pero no volví a ver a mis viejos en los siguientes cinco años.