Walter, 10 años. Actualmente es fumigador.
Se llamaba Deborah, teníamos la misma edad. Vivía en diagonal a mi casa en Villa Ballester. Su mamá siempre me invitaba a jugar, ya que no quería que su hija saliera a la puerta. Deborah tenía una bicicleta Musetta amarilla, recuerdo que eso me llamaba la atención, porque casi nadie tenía esa marca. Ella no sólo tenía una, sino dos. Yo no tenía ni una. En su casa comíamos helado y tomábamos Coca-Cola, tenía un jardín con hamacas y toboganes. Era feliz.
Un día me pidió que la acompañara a Boulogne. Fuimos con su madre, yo no conocía el sitio ni el nombre. A mi amigo que vivía enfrente también lo invitaron, pero a él no lo dejaron.
Llegamos a una casa, había cómo treinta personas. Los pisos eran de mosaico en blanco y negro. “Los chicos al patio”, dijo un hombre. En el patio había una mesa larga con sandwiches de miga y Coca-Cola. Jugamos toda la tarde. Volvimos a Villa Ballester a las nueve de la noche. Mi vieja llegaba a las cinco. En ese entonces laburaba como operaria en una empresa hidrófila en Florida, y yo no le había dicho que saldría. ¡Qué paliza me dio ese día!
Esa madrugada los helicópteros se escucharon cerquita.“Vos no salgas a la puerta”. Vivíamos en un PH, al fondo.Yo tenía miedo porque ya había cobrado y la cara de mi vieja no era de enojo, sino de pánico. ¿Por qué no me dejaba salir? Yo quería saber qué había pasado. Salté por atrás, a la casa de Marcelo, el vecino, y salí a la calle al igual que mucha gente. Había dos militares, que en ese momento entraron a la casa de Deborah a los tiros. Pero ellos ya se habían ido.
“Estaban con un pibito, un vecino de acá”, dijo un policía gordo que los acompañaba, refiriéndose a mí. Me agarró el padre de un amigo que estaba ahí.“Walter, andate ya”. Nunca más volví a ver a Deborah ni a su familia. Un tiempo después corrió el rumor de que los habían alertado, porque cuando llegaron, la pava todavía estaba caliente.