Baches latentes del pasado en el presente. La pequeña muestra de un choque de épocas. Si bien el taller queda sobre la polifacética calle Perón, el contexto real es el epicentro porteño del oro y las joyas, la brillante calle Libertad, en el corazón histórico de Buenos Aires. Estrecha, como casi todas en el microcentro, tiene al menos dos caras. La visible y la oculta. A los ojos del público, carteles en cursivas doradas avisan que debajo hay un mostrador con piezas de oro y plata que contienen piedras que cotizan en dólares.
El resto de los locales son menos ostentosos: por fuera, “COMPRO ORO”, por dentro, señores sentados que negocian precios para hacerse con los metales ajenos; las joyas de la abuela de otro que prefiere, hoy, el dinero antes que el valor cuestionable de un anillo o un collar que probablemente nunca más sea usado. El rostro no visible de la calle Libertad son los talleres donde los orfebres dan las primeras formas y las últimas lustradas a las obras que luego otro vende en cajitas aterciopeladas. El proceso para elaborar un colgante, por ejemplo, es mucho menos elegante y además, se mantiene notablemente oculto.
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Son las 2 de la tarde, a 400 metros del obelisco. En un entrepiso hecho de madera de pino sin barnizar, algunos de los seis orfebres y joyeros del taller ubicado en Perón al 1100 se echan a dormir una siesta después de almorzar. Mientras, los demás siguen dedicados a su labor. Para darse unos minutos de sueño, los que eligen el descanso, cuentan con una alfombra vieja estirada sin mucha determinación sobre las tablas claras que se ven livianas.

Subirse al entrepiso no es una tarea fácil, menos aún para hombres de mediana edad que pasan gran parte de sus días sentados. Primero, hay que apoyar un pie sobre la máquina laminadora, la que estira los metales. Es como subir un escalón que mide la mitad de una persona. Se debe ser ágil. Ni bien se toma el impulso suficiente como para elevarse, ya hay que estar listo para sacar una brazada y aferrarse, con una mano y luego con la otra, al falso altillo para dormir siestas. A pesar de las comodidades, ninguno de los seis orfebres que alquilan una pieza en esa planta baja del edificio trasero del terreno tiene un horario laboral fijo.
El tiempo que dura la jornada de cada trabajador depende de la demanda o, en la mayoría de los casos, de su propia necesidad. Los descansos, entonces, aparecen como licencias o gustos que ellos mismos se permiten cuando creen necesitarlos. Si una semana hay que hacer más plata, entonces hay que llegar más temprano y quedarse hasta más tarde. El que viene redondeando un mes con buenos ingresos puede evitar el despertador y pasarse un rato por el taller para adelantar algún trabajo o también, algo que no es poco habitual, saltearse el día. Los joyeros más experimentados pueden llegar a sacar 2 mil dólares en una semana, cifra que pueden alcanzar los principiantes con tareas más sencillas en un mes.
Para tomar dimensión, un anillo de oro representa un día laboral y si se trabaja con la suficiente cantidad de metal, se puede llegar a hacer una buena diferencia económica con lo que quede de la merma, el sobrante que no se utiliza en la alhaja. Mientras paguen el alquiler del taller -menos de 50 mil pesos- y sigan habiendo interesados en el antiguo negocio de las joyas, los orfebres seguirán siendo sus propios jefes.

Las piezas entran y salen del lote en manos del repartidor. El delivery de encargos cruza la puerta de hierro y después el insospechado patio interno. Se trata de un pequeño jardín rodeado de baldosas con dos árboles de acacia viejos en el centro, casi tan altos como los edificios. Están uno al lado del otro, debajo hay tierra con islas de pasto a las que nadie les presta atención. Cada vez son menos. Muestra del abandono y el paso del tiempo son los desechos de animales ya blancos por los hongos y la descomposición.
Además de los gatos que salen a caminar en la tierra polvosa, si no fuera por los orfebres y algún que otro propietario que aparece cada tanto, resultaría fácil creer que todo el bloque trasero está inhabitado. Es raro ver un lugar así, no por el abandono, sino por el microbioma verde, amurallado entre la sepia de Buenos Aires.
Un oficio que se hereda
Maximiliano Marker tiene 20 años. Es joyero por herencia de su padre, Gabriel, a quien tiene de vecino en el taller. El entrepiso para dormir tiene lugar en donde él trabaja: una habitación con olor a polvo y a madera húmeda. Las paredes se reparten entre azules, naranjas y blancos y están colmadas de estantes. Encima de ellos, envases, frascos, gomas y envoltorios de comida. Inevitablemente aparecen hilos de distintos metales, productos para limpiar las piezas y variedad de cacharros, todo vigilado por una imagen enmarcada de San Cayetano y una pequeña postal de San Jorge montado a caballo, pinchado en uno de los tablones de madera.
El escritorio de Maxi, como le dicen todos, está apoyado contra una de las paredes. Su trabajo actual es puntual y sencillo: blanquear y lijar -con una máquina automática, no a mano- pequeñas piezas de cobre y alpaca. Para que no le entren astillas metálicas en los ojos, usa siempre unas gafas de plástico de construcción. Su rutina es monótona, por eso, casi siempre lija con los auriculares inalámbricos puestos y el celular enfrente suyo, reproduciendo algún video de YouTube o transmisión de streaming.

Una Buenos Aires en constante cambio y crisis todavía reserva determinadas veredas para comercios específicos como éste. Maxi es el más joven de los orfebres que trabajan en las habitaciones aledañas a la suya. Él y Mario, uno de sus colegas, eran los únicos que entendían de qué se trataba la llegada de la joyería Don Rouch al local en la parte delantera del lote, el que tiene vidriera a la calle. Maxi por edad y Mario porque conoce a todos los joyeros de la zona. Además, en su tiempo libre, baila electrotango y quería mostrarse en un evento que sabía que iba a atraer a mucha gente.
Por aquel entonces todavía era conocido como Don Roque, así se llamaba la joyería de su papá ubicada sobre Libertad y Lavalle, en honor a su abuelo quien también era joyero. En 2017, cuando todavía existía, a Roque le mostraron videos de El Quinto Escalón, la competencia de rap underground que hasta hoy sigue cosechando millones de visualizaciones en YouTube y que se llevaba a cabo en las escalinatas de Parque Rivadavia, en el corazón geográfico de Buenos Aires.
El orfebre se fue hasta la plaza para ver algunas batallas y al comprobar la masividad y la repercusión que generaban -para los últimos años de la competencia, el parque se convertía en una especie de anfiteatro al que acontecían celebridades y centenares de jóvenes y adolescentes- pensó que sería una buena idea que uno de sus diseños sea el premio para el ganador de la siguiente contienda. Así fue que le escribió a Alejo Acosta, mejor conocido como YSY A, que en aquel entonces oficiaba de organizador del evento y quien sin merodeos aceptó su propuesta.
Don Rouch ‘el joyero del pueblo’
Hoy, Don Rouch es apodado el joyero del trap argentino. Ese nombre, con un toque de anglicismo, se lo inventó Duki -uno de los mayores referentes del género junto a YSY A- en un freestyle y Roque se lo apropió como una estrategia para posicionarse entre la movida y el plano internacional. YSY es su principal socio comercial y el músico para el que más diseños personalizados creó.

En un oficio que parece propio de otro tiempo, él, tercera generación de una familia de orfebres y vendedores de oro, posicionó su marca como un símbolo de validación dentro del ámbito de los artistas urbanos. En entrevistas suele jactarse de ser el joyero más “pegado” de la Argentina y siempre se sorprende con la grandeza de una ciudad con aires de otros siglos. Un verdadero porteño orgulloso.
“0800 Don Rouch”, su sello pero también su identidad, fue tomando tanta preponderancia como misterio con el correr del tiempo y hasta hace no mucho su rostro todavía era desconocido públicamente. El día de la inauguración de su nueva y moderna factoría, en junio del año pasado, la calle Perón se colmó de adolescentes y padres acompañando a sus hijos pubertos a comprar alguna alhaja de Roque. Detrás de bambalinas lo escoltaban algunas de las estrellas más influyentes de la nueva era.
El terreno que ocupa Don Rouch es el mismo que los orfebres del fondo. Lo único que realmente los conecta es una pequeña ventilación del taller de Roque que da al pasillo por el que los otros entran todos los días. Con regularidad, la única sospecha de que el joyero se encuentra dentro del edificio es el olor a humo de marihuana cara que sale por la corriente al angosto corredor y lo atraviesa hasta perderse en el jardín interno.
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De nuevo al fondo, a la vieja escuela. Los orfebres se levantan de la siesta y van a agarrar de la heladera alguna de las empanadas que sobró del mediodía. Fue el cumpleaños de Mario así que repitieron el protocolo que llevan a cabo semanalmente: un banquete en el hall a cielo abierto que conecta todos los talleres. Ésta vez pidieron la comida, pero suelen prepararla ellos mismos. El clásico es fideos.
El cumpleañero tuvo que irse temprano por una molestia en los oídos que no lo dejaba trabajar. Un zumbido. Maxi usa tapones cuando lija, dice, para no llegar hasta ese punto. Son las 4 de la tarde y hace calor, su papá acaba de irse y sólo quedan él y Ernesto, el más prestigioso de los seis joyeros. “Prestale atención a él”, le dice Horacio Barales, “Baralito”, otro de los orfebres, al joven Maxi. “Es el mejor”, afirma. “Uno de los mejores de toda la zona”, los trabajadores y vendedores de oro se conocen todos. Trabajan entre sí, son una especie de cofradía.
Oficios como éste se transmiten por herencia, en muchos casos, y no los registra nadie. Todo en negro, ninguna institución gubernamental. Una réplica sudamericana de las ferias de comerciantes que refundaron Europa en el siglo XV. Hoy, la calle Libertad le hace frente a las transacciones on-line y las billeteras en los celulares.
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4 y media. Maxi recuerda la foto que le pidió a Don Rouch una vez que se lo cruzó en la entrada. Mientras, hace un recorrido por el cuarto para fundir. No hay nada de luz en la sala en la que solo entran dos personas. Gira la perilla del gas y el soplete parece ahora un lanzallamas en la oscuridad. Lógicamente, las paredes blancas tienen manchas negras. El hollín ve pasar los años. El futuro está cerca.
