Gabriela, 13 años. Actualmente es repostera.
Mi madre se casó a los 18 años, apenas cumplió la mayoría de edad. Mi papá le llevaba once años. En ese momento él era un simple policía raso que provenía de Balcarce. Vivimos en Mar del Plata hasta que cumplí los seis años, entonces a él lo ascendieron como Jefe de Custodia Presidencial y nos fuimos a vivir a Capital Federal.
Recuerdo que no me dejaban caminar cerca del cordón de la vereda “porque nos podía chupar un auto”, yo pensaba que esa era la vida de todos los chicos. Tampoco podía atender el teléfono, porque recibíamos amenazas. Mi hermana y yo íbamos a un colegio de monjas escoltadas por personal de Seguridad, el Beata Imelda en Villa Urquiza.
Los fines de semanas lo pasábamos en la casa-quinta que teníamos en “El Bosque”, un country en Campana. A pocas casas de la nuestra, vivía Jorge. Yo era amiga de su hijo Pedrito, solía ir a su casa a jugar por las tardes. Era un chico tímido. Siempre tuve un trato cercano con su familia. Su hermano Jorge era mi médico. El dictador era afectuoso con los suyos, y en su casa no se vivían indicios de la violencia institucional que ejercía puertas afuera. Por eso a Pedro le costó tanto creer. “Gabi, ¿vos viste lo que publican? – me dijo a fines del Proceso-, es todo mentira, es un engaño”. Y luego se fue a Magdalena.
También, al igual que él, a mi me costó reconocer que era hija de un represor. Y no por el motivo de que mi padre fuera cálido y afectuoso. Las sospechas que tenía de que además de su cargo legítimo (o por el mismo), este hombre se desempeñaba en otras funciones se confirmó una noche en la que como tantas otras solíamos emborracharnos con Baron B.
A propósito, esa vez yo no tomé. Tenía dieciséis años. Quería que él, en su estado de embriaguez, respondiera la pregunta que le había hecho muchas veces “¿Alguna vez me vas a contestar si mataste a alguien?”. No es que se lo estaba preguntando a un zapatero, se lo estaba preguntando a un policía. “Uhhh, Gabriela. ¿Qué querés saber?”. “A cuántas personas mataste”, le respondí. “Qué se yo, ponele que a veinte”.
Después de eso me obsesioné. Subía a un bondi y contaba veinte personas. Mira a este pibe que viene con auriculares y lo espera la madre con la leche… si se cruza con mi papá lo va a llevar. Mira a este otro… Y eran un montón.