Sandra, 12 años. Actualmente es maestra jardinera.
Jugaba con muñecas, que feliz que estaba jugando tras salir del colegio e ir al centro complementario del INTA para pasar el rato, jugar, hacer la tarea durante la tarde hasta que viene mi mamá para ir a casa. Mientras me entretenía, todo se interrumpió, las maestras nos dijeron que debíamos salir del edificio. Yo pensaba que era para salir a jugar al parque, pero veía a muchos militares dando órdenes a personas que trabajan con mi mamá. A medida que pasaba el tiempo, seleccionaron a mujeres y hombres para que acompañen a los militares, por suerte mi mamá no. Se quedó conmigo, pero su cara no era de alivio, era de miedo.
Al salir del INTA, me dijo que debíamos irnos de casa para pasear por la ciudad con ella y mi hermanito. Fuimos al tren de la línea Sarmiento para observar el paisaje desde la ventana por un buen rato, tanto tiempo estuvimos allí que pasamos día y noche porque, por alguna razón, ningún amigo o conocido nuestro quería recibirnos. Así estuvimos por una semana hasta que terminó el paseo y fuimos a casa.
La vida volvió a la normalidad hasta que llegó una vecina del barrio con su hija llamada Liliana para contarnos que su hijo había desaparecido y nos preguntó si sabíamos algo, pero mi mamá le dijo que no.
A partir de eso, siempre tuvimos que tener cuidado con quien hablábamos y de que, siempre debíamos dormir y trasladarnos con el documento en mano. Casi que en un constante estado de alerta por lo que podía suceder.
Estuvimos así durante dos años hasta que un militar tocó el timbre de casa para preguntar por una persona y mi mamá interrumpió al oficial diciendo que no había nadie aquí. Después de aclarar que no vinieron por nosotros, noté a mi mamá aliviada y más tranquila que antes y eso me hizo quedar más tranquila.
