Resulta impensado para algunos imaginar lo que significa ser desplazado por un conflicto bélico. Para quienes lo viven, sin embargo, es una realidad que sacude hasta los cimientos más profundos de su existencia. Todo lo que alguna vez fue familiar -la casa, el barrio, los aromas de la comida, las voces conocidas- se desvanece de un día para otro, dejando en su lugar un vacío que parece imposible de llenar.
Ser desplazado no es solo perder un lugar físico; es perder parte de la identidad. Cada rincón que antes contenía recuerdos se convierte en un espacio lejano e inaccesible. Lo que fue hogar ahora es un territorio en disputa, un campo de batalla donde el ruido de las bombas reemplaza al canto de los pájaros, y la incertidumbre se convierte en la única certeza.
Los desplazados llevan consigo no solo sus pertenencias esenciales -cuando pueden llevar algo- sino también una carga emocional que pesa más que cualquier mochila. El miedo constante, la preocupación por los seres queridos, el dolor de la separación y la incertidumbre sobre el futuro se mezclan en una maraña que es difícil de desentrañar.
Es un estado de suspensión, donde el pasado se siente como una vida anterior y el futuro es un horizonte nebuloso. Todo se reduce a sobrevivir el presente, a encontrar un refugio temporal, a reconstruir algo de normalidad en medio del caos. Pero el corazón siempre anhela regresar, aunque sea imposible, aunque el lugar al que se quiere volver ya no exista de la misma forma. Se trata de aprender a vivir en una tierra de nadie, en un limbo donde las raíces han sido arrancadas y la tierra bajo los pies nunca se siente firme. Es un duelo que se vive a diario.
Así es la vida en la República de Artsaj desde hace 30 años. Una región cargada de historia y simbolismo para los armenios. También conocido como Nagorno-Karabaj, es un territorio en disputa, donde la identidad y la pertenencia son puestas en jaque por la violencia y la guerra.
Gago Ananyan es armenio. Fue veterano de la Guerra de Artsaj (1988-1994) y volvió al territorio en 2023 junto con los Cascos Blancos y en representación de la Agrupación Representativa de los Armenios Migrantes de Argentina (ARAMA). Recuerda su último paso por Artsaj. Volver a su país le significó muchas cosas: “Por un lado, sentir el orgullo de pertenecer a los Cascos Blancos y poder ayudar a los compatriotas desplazados de Artsaj. Y por el otro lado, la tristeza y el trabajo que estamos haciendo. En definitiva, es una ayuda a gente desplazada, gente forzosamente desplazada, que no quisieran estar en ese lugar. Y con cada uno que habla, sea grande, chico, lo único que quieren y desean es volver a sus casas y retomar sus vidas”.
-¿Cómo fue tu experiencia respecto de la ayuda humanitaria y el retorno a Armenia?
-Fue una experiencia espectacular, con sentimientos encontrados. Volver a mi país después de tantos años me llenó de emoción. Mi país siempre será mi país, aunque haya vivido muchos más años aquí en Argentina; eso está marcado a fuego en mi cuerpo y en mi sangre, y así será de por vida. Siempre es emocionante regresar, pero esta vez fue diferente.
Por un lado, me alegró estar de vuelta, pero por otro lado, me encontré con historias difíciles: cómo murió un hijo, cómo murió el otro, las cosas que tuvieron que dejar atrás, cómo tuvieron que escapar. Escuchar todas esas historias fue doloroso. Aunque siempre es lindo regresar a mi país, no quería volver para enfrentar estas situaciones. Sin embargo, la historia se dio así, y tuve que vivirla tal como ocurrió.
-¿Tenés algún recuerdo o anécdota que te haya impactado?
-Yo ya había visto la guerra: refugiados, casas abandonadas, viviendas quemadas. Todo eso lo vi con mis propios ojos, no es algo que me hayan contado. Las personas narran estos eventos con una frialdad que sorprende, pero lo hacen porque para ellos es la tercera o cuarta vez que pasan por lo mismo. Ya han dejado sus hogares en varias ocasiones, moviéndose cada vez más adentro, y al final, han terminado abandonando Artsaj para refugiarse en Armenia. Esta gente lleva 30 años viviendo de esta manera, huyendo, mudándose de un lugar a otro, y esa realidad se ha vuelto su cotidianidad.
Lo que realmente me impactó, lo que derritió el hielo en mi alma, fue la historia de un hombre que contó cómo ha perdido a sus hijos en la guerra. Creo que dijo que tenía ocho o nueve hijos, dos mujeres y siete varones, de los cuales cuatro o cinco ya están muertos. Los dos primeros murieron en la primera guerra de los 90, y los otros fallecieron en 2020.
Mientras contaba su historia, se podía ver en sus ojos que su vida se detuvo en el tiempo. Está vivo, pero parece que ha dejado de sentir, como si no permitiera tener emociones porque sabe que, de hacerlo, se volvería loco; es imposible soportar tanto dolor.
-Son muchos años de episodios trágicos. Quizás la gente aprende a sobrevivir en lugar de vivir.
-Lo más estremecedor fue cuando narró el episodio del camión cisterna. No sé si te enteraste, pero durante los últimos días, cuando Azerbaiyán estaba bloqueando la zona y no había combustible, trajeron un enorme camión cisterna para que la gente pudiera llenar sus autos y escapar. En medio del caos, la gente empezó a pelear por los bidones de nafta. Se dice que dispararon, o que alguien estaba fumando cerca, y el camión explotó. Murieron más de 200 personas en ese lugar, un episodio que quedó tristemente grabado en la historia como “el caso de la cisterna de petróleo”.
El hombre perdió a su penúltimo hijo en esa explosión; tenía sólo 19 o 20 años. Su último hijo, de 16 años, estaba con él al lado del camión y también murió allí, calcinado. Nunca encontraron su cuerpo, simplemente desapareció. El hombre relataba esto con una frialdad impresionante, y sus ojos parecían congelados, como si para él el tiempo ya no corriera. Simplemente respira, pero parece que todo le da lo mismo. Esa historia sí me llegó, esa sí me impactó profundamente.
-¿Se pueden establecer similitudes entre la guerra de Artsaj de 1988-1994 de la que sos veterano y el conflicto actual?
-En aquel entonces, ambos bandos sufrieron pérdidas. Es importante reconocer que también la gente de Azerbaiyán perdió mucho. Durante ese período, nosotros liderábamos el territorio, incluyendo la capital de Artsaj, pero ellos también sufrieron. No debemos olvidar que no existía una división estricta como la que hay ahora, ni una frontera clara durante los 70 años de la Unión Soviética. Las personas vivían mezcladas; había armenios viviendo en Bakú, y mi propio padre estuvo en servicio militar en Bakú. Era el mismo país, la gente iba y venía.
Mi tío, por ejemplo, trabajaba en negocios que lo llevaban a Azerbaiyán, donde vendía mercancías y traía otras cosas de vuelta. Había una relación normal, como la que existe entre Argentina y Chile, o Paraguay y Uruguay. De repente, con la hostilidad y la enemistad, las comunidades que vivían en pueblos y ciudades mezcladas tuvieron que abandonar todo. Muchos trabajaban en el campo, cuidando vacas, ovejas y otros animales. Los musulmanes no criaban chanchos, pero sí ovejas, por ejemplo, y tuvieron que dejar sus casas y escapar.
-Una tragedia humana, independientemente de la nacionalidad.
-La similitud entre ambos lados es evidente. Todo comenzó a finales de los años 80 con el colapso de la Unión Soviética y el conflicto que se desató en 1988. Desde entonces, estas personas llevan más de 30 años viviendo en constante huida, abandonando sus pertenencias, casas, tierras y animales. Para ellos, la pérdida ocurrió durante el caos de los años 90, cuando dejaron Armenia y se fueron. Sin embargo, para nosotros, esta situación ha sido constante durante los últimos 30 años, y la culminación de este sufrimiento fue el año pasado.
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Para comprender la historia de Artsaj, es necesario remontarse a la época de la Unión Soviética. Durante el periodo soviético, en 1923, el gobierno de Moscú decidió integrar Nagorno-Karabaj como un óblast autónomo dentro de la República Socialista Soviética de Azerbaiyán, a pesar de que la mayoría de su población era de origen armenio. Esta decisión, tomada sin considerar las identidades culturales y étnicas de los habitantes locales, sembró las semillas de un conflicto que se arrastraría durante décadas.
Bajo el yugo soviético, las tensiones étnicas y territoriales fueron suprimidas en nombre de la unidad socialista. Sin embargo, la imposición de límites administrativos artificiales no logró borrar las diferencias profundamente arraigadas. Durante los años de la URSS, la población armenia de Nagorno-Karabaj sufrió políticas de azerificación que buscaban diluir su identidad. La autonomía concedida por Moscú era, en la práctica, limitada, y las demandas de los armenios de Karabaj para ser unificados con Armenia eran ignoradas o reprimidas.
Cuando la Unión Soviética comenzó a desmoronarse a finales de los años 80, las tensiones que habían sido contenidas por el poder central emergieron con una fuerza devastadora. En 1988, los armenios de Nagorno-Karabaj declararon su intención de unirse a Armenia, lo que desencadenó violentas reacciones en Azerbaiyán y la región. Los enfrentamientos entre armenios y azeríes se intensificaron rápidamente, y el conflicto armado estalló a gran escala en 1991, cuando ambas repúblicas proclamaron su independencia tras el colapso de la URSS.
El tramo de conflicto de 1991-1994 fue brutal. Cerca de 20mil personas murieron, y otras miles fueron desplazadas. Las ciudades y pueblos quedaron devastados, y la región quedó marcada por la destrucción. A pesar de la victoria militar de las fuerzas armenias, que lograron tomar el control de la mayor parte de Nagorno-Karabaj y de varios distritos azeríes adyacentes, el precio fue extremadamente alto. La región se convirtió en una especie de territorio fantasma, con muchas áreas inhabitables y otros lugares bajo un control precario.
Lo que en su momento formó parte de la política de divide y reinarás de Iósif Stalin, desde principios de los años 20 cuando aún era secretario general del Partido Comunista Panruso hasta los últimos años del bloque del este y seguido por los gobiernos de Azerbaiyán hasta el del actual mandatario, Ilham Alíyev, Gago opina que la construcción del discurso de odio contra Artsaj y la lógica de chivo expiatorio funcionan “como en cualquier dictadura, los pilares básicos incluyen, primero, la búsqueda de un enemigo; luego, la construcción de una ideología; y, finalmente, la adhesión de las castas”.
-En esta misma línea, ¿considerás que el término República separatista encaja con lo que simboliza Artsaj para la política internacional?
-El término “separatista” depende de la perspectiva desde la que se lo vea. Para un país que enfrenta este tipo de problemas, como España con Cataluña, es lógico que utilice el término “separatista”. Sin embargo, aquellos que apoyan una causa similar pueden verse en la contradicción de tener que permitir la independencia de regiones como Cataluña o el País Vasco.
Otro punto clave en la Carta Magna de la ONU es el derecho de los pueblos a la autodeterminación. Aquellos con características culturales, históricas y ancestrales propias deberían poder decidir con quién quieren vivir. La solución más simple en estos casos suele ser la fuerza. En la historia de la humanidad, prevalece la ley del más fuerte. Si tienes poder, tu derecho prevalece; si no, tu derecho es discutido, pero difícilmente se respeta.
A menudo, para dilatar una decisión, se forman comisiones interminables que, en lugar de resolver el problema, lo estancan. Como decía un general: “Si no quieres que algo avance, forma una comisión”.
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En 1994, un alto el fuego fue acordado, pero la paz nunca llegó realmente a Artsaj. Durante más de dos décadas, la región vivió en un estado de ni guerra ni paz, con enfrentamientos esporádicos y una tensa calma sostenida solo por la presencia de fuerzas armadas en las líneas de contacto. Los desplazados azeríes que huyeron durante el conflicto inicial no pudieron regresar a sus hogares, al igual que los armenios que habían sido expulsados de otras regiones. Las generaciones nacidas después del conflicto crecieron en una realidad donde la guerra era parte del paisaje, una amenaza constante que nunca desaparecía por completo.
Las esperanzas de una solución pacífica se vieron finalmente frustradas en 2020, cuando el conflicto volvió a estallar con una ferocidad renovada. Azerbaiyán, con el apoyo explícito de Turquía y utilizando tecnología militar avanzada, lanzó una ofensiva masiva para recuperar Artsaj. El resultado fue devastador para los armenios de la región. Tras seis semanas de intensos combates, que incluyeron bombardeos aéreos y ataques con drones, Azerbaiyán logró recuperar gran parte del territorio perdido, incluidas ciudades estratégicas y la histórica ciudad de Shusha.
El acuerdo de alto el fuego, mediado por Rusia en noviembre de 2020, supuso una derrota amarga para Armenia y para los habitantes de Artsaj. Miles de personas fueron desplazadas nuevamente, obligadas a abandonar sus hogares en medio del caos. Las familias armenias que habían vivido en Artsaj durante generaciones se encontraron desarraigadas, perdiendo no solo su hogar, sino también su sentido de seguridad y pertenencia.
La devastación fue inmensa: aldeas enteras fueron destruidas, monumentos culturales y religiosos, como iglesias y monasterios, sufrieron daños o fueron profanados. La guerra no solo afectó a los vivos; los cementerios armenios fueron atacados, en un intento de borrar no solo el presente, sino también la memoria de los que alguna vez habitaron esas tierras. La diáspora armenia, que ya había experimentado el dolor del genocidio a principios del siglo XX, se vio nuevamente confrontada con la tragedia del desplazamiento y la pérdida.
El capítulo más reciente de las hostilidades se desató en diciembre de 2022, cuando el gobierno azerí decidió bloquear el corredor de Lachín (principal nexo entre la región y Armenia) para privarlo de comida, agua y medicamentos. Un bloqueo que persiste hasta hoy y se suma a los bombardeos e intervenciones militares terrestres que generaron el desplazamiento de sus 120 mil habitantes hacia distintas regiones colindantes. Además de otros 23 detenidos arbitrariamente que aun permanecen en cárceles de Bakú (capital de Azerbaiyán) y por quienes el ex fiscal en jefe de la Corte Penal Internacional, Luis Moreno Ocampo, hizo un llamamiento por su liberación de cara a la Conferencia de las Partes (COP), por la Cumbre Anual que realiza la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático que se celebrará este año en Azerbaiyán.
-¿Considerás que se puede medir con la misma vara el conflicto de Artsaj con otros en el mundo? ¿Cómo pensás que debería vincularse el derecho internacional con la historia de los pueblos?
-En nuestra situación, prevaleció la verdad, pero no porque sea subjetiva, sino porque la tierra pertenece a personas que han vivido ahí durante 3mil años. Hay vestigios e historia que lo respaldan. En lugar de discutir sin sentido, sería mejor que los países actuaran como seres humanos y resolvieran sus diferencias en una mesa. Se podría proponer: “Si esta tierra es tuya, demuéstralo”. Podríamos formar una comisión de arqueólogos e historiadores, traer a los especialistas que quieran, y revisar todo. Si se encuentran pruebas de la presencia musulmana o mongola desde el siglo XVII en adelante, se reconocerá que tienen razón. Sin embargo, la realidad es que las iglesias y conventos han sido arrasados, pero siguen existiendo más de 300 iglesias del siglo V y VI, y muchas más del siglo VIII y XII.
La fuerza prevaleció en su momento, pero no se hizo justicia. Como muestra de ello, la semana pasada, el presidente Erdogan de Turquía declaró que, así como “liberaron” Nagorno-Karabaj y entraron en Libia, podrían entrar en Israel y nadie podría detenerlos. Azerbaiyán nunca podría haber logrado nada sin la ayuda de Turquía y la complicidad de Rusia. No olvidemos que el acuerdo trilateral del 9 de noviembre de 2020, tras la guerra de 44 días, estipulaba que las fuerzas de paz rusas debían permanecer en la región hasta 2025 para proteger a los habitantes, pero no han cumplido con su compromiso. Rusia, en lugar de asumir su responsabilidad, culpa a Armenia por la situación actual.
-¿Qué pensaste y sentiste cuando el presidente de Artsaj, Samvel Shahramanyan, firmó por decreto la disolución de la república a partir del 1º de enero de 2024? Disolución que no se concretó finalmente pero, ¿dónde quedó el derecho a la autodeterminación del pueblo?
-No importa si firmó o no, porque ahora él dice que no lo hizo, aunque nadie ha visto ese papel. Pero más allá de eso, y de si firmó o no, ya me había decepcionado mucho antes. Sabíamos que la situación terminaría así, por lo que el hecho de que haya firmado o no, realmente no cambia nada para ningún armenio, ya que todos lo veíamos venir.
En el momento en que las fuerzas políticas armenias realizaron un golpe interno, sustituyendo al presidente legítimo por Shahramanyan, ya se sabía que esto se aproximaba. Firmara o no un papel, la verdad es que no cambia nada. Los documentos están para firmarse y romperse. Volviendo al tema anterior, está el acuerdo firmado en 2020, no solo por Armenia sino también por una potencia grande como Rusia, que se comprometió a garantizar la seguridad hasta 2025. ¿Dónde están los rusos ahora? Los acuerdos firmados son muy relativos; si tienes la fuerza, tienes la razón. Si no tienes fuerza, puedes firmar todos los papeles que quieras, pero no servirán de nada.
-Azerbaiyán se ha consolidado como una potencia exportadora de gas y petróleo, miembro de la OPEP, y cuenta con aliados poderosos. En consecuencia, la comunidad internacional prefiere mantener relaciones comerciales antes que defender el derecho a la autodeterminación, y no denuncian de manera contundente las violaciones a los derechos humanos en Artsaj, incluyendo la imposibilidad de que sus habitantes regresen a sus hogares.
Cuando hablo de “fuerza” no me refiero únicamente a la fuerza física, como la que se utiliza en la guerra o en el armamento. Esa fuerza se emplea durante un tiempo determinado, como en nuestro caso durante los 44 días de conflicto, y eventualmente cesa. La fuerza a la que me refiero es más amplia e incluye fuerza política, influencia, recursos, lobbies, y poder económico. Esa es la fuerza verdaderamente importante. Azerbaiyán tiene dólares, petrodólares, y un fuerte lobby, además de estar aliado con Turquía. Esto le permite influir en el mundo.
Por ejemplo, Francia apoya a Armenia y es realmente un país hermano, que lo hace de manera incondicional, sin obtener ningún beneficio tangible de ello. Sin embargo, algunos de mis compatriotas se preguntan por qué Francia no interviene de manera más activa, enviando fuerzas o tomando medidas más drásticas. Pero hay que entender que, cuando llega el invierno, lo que preocupa a los franceses es cómo se van a calentar. Armenia puede ser el primer país cristiano, y los ideales de moralidad, cristianismo, y justicia divina son importantes, pero si no tienen gas, esos ideales no calientan a nadie.
-Pero tienen una dependencia energética con Azerbaiyán.
-Francia y otros países europeos dependen del gas, que proviene en parte de Rusia a través de Azerbaiyán. Aunque Europa impone sanciones a Rusia, sigue utilizando su gas, ya sea directamente o a través de Azerbaiyán. Es la realidad de la vida cotidiana: los líderes europeos deben responder a sus electores y asegurarse de que tengan calefacción en invierno.
En cuanto a lo que esto nos enseña, la lección es clara: debemos dejar de lado las lamentaciones y las quejas sobre justicia y ponernos a trabajar. Necesitamos más armas, más dinero, más lobby, y actuar con la misma determinación que ellos. Los papeles se firman y se rompen, y nosotros debemos estar preparados para hacer lo mismo si es necesario. Llorar y patalear en la ONU no nos llevará a ningún lado; eso ya está descartado.
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La solidaridad internacional con Artsaj se ha hecho eco incluso fuera del ámbito de la ONU, destacándose el apoyo de diversas organizaciones no gubernamentales, activistas y comunidades en todo el mundo. En particular, numerosas asociaciones de derechos humanos y grupos de la diáspora armenia han trabajado para visibilizar la situación en Artsaj y proporcionar asistencia humanitaria. Desde campañas de recaudación de fondos, eventos de concienciación y actividades de presión política para apoyar al pueblo de Artsaj en su lucha por la autodeterminación.
-Si tuvieras que explicarle a un argentino qué significa Artsaj para los armenios, ¿cómo lo harías?
–La sensación de pérdida es abrumadora, y compararla con la experiencia de un argentino que ha perdido en Malvinas puede ser útil para entender el dolor que sentimos. Para nosotros, la herida es aún más profunda y reciente. No se trata de una pérdida lejana o abstracta, como la guerra de Malvinas para muchos argentinos, que ocurrió hace más de 40 años. La conexión emocional que sentimos es intensa porque estuvimos allí, fuimos y vinimos, y la región de Artsaj formaba parte de nuestra vida cotidiana.
La sensación de pérdida se asemeja a perder un hijo en el sentido figurado. Es una herida abierta, una pérdida inaceptable que resulta en una rabia intensa. Pensar en ello nos llena de enojo y frustración, deseando hacer justicia y cambiar la situación, aunque sabemos que no podemos hacerlo. Este dolor constante es similar al de alguien que ha perdido algo muy preciado, como una parte fundamental de su vida y su identidad.
-¿Cómo sobrellevás esta historia tan pesada sobre los hombros todos los días?
-Trato de evitar pensar en esto para no caer en la desesperación y la rabia, ya que me provoca una profunda irritación. Aunque no tengo hijos, la intensidad de este sentimiento me hace comparar la pérdida con la de un ser querido. Cada persona experimentará este tipo de dolor a su manera, pero para mí, es como si me hubieran robado algo muy valioso y querido. Mi forma de manejarlo es tratar de no recordarlo constantemente para evitar que esa rabia me consuma.