Temporada de caza: prohibido protestar

Siete de la tarde. Cuando llegué, Beatriz Bianco de 87 años ya había sido agredida por un policía. Cayó inconsciente hacia atrás con todo el peso de su cuerpo y golpeó la nuca contra el suelo. Anteriormente, le habían abierto la cabeza con una cápsula de gas lacrimógeno, disparada por la Policía, al reportero gráfico Pablo Grillo, quien perdió masa encefálica en consecuencia.

En la esquina de Entre Ríos y Adolfo Alsina, un contenedor estaba prendido fuego y un camión hidrante intentaba apagarlo. “¡Es lo único que hicieron bien, ratis putos!”, gritó una mujer con una camiseta de Chacarita. La cara de odio de los policías que escucharon me hizo comprender el disfrute que tienen al reprimir y gritar desde el camión “corran, zurdos”.

Desde la puerta de la Biblioteca del Congreso se podían ver decenas de efectivos de la Policía Federal Argentina (PFA): los agentes recién iniciados de uniforme negro y los de campera azul y letras amarillas. Los jovencitos eran la primera línea frente a los manifestantes, hacían de cordón de contención para que no bajaran a la calle. Los de camperita eran los encargados de las detenciones, iban en grupos de 4 o 5 y seleccionaban con anticipación a quiénes iban a correr como perros a la orden de “¡Inicio detenciones!”.

Para las siete y cuarto de la tarde, la ochava de Callao y Corrientes estaba vacía de manifestantes. Solo quedaban los trabajadores de prensa y los represores policiales. Avanzaban por Entre Ríos las motos de la policía motorizada, en línea, cubriendo el ancho de la avenida. Se ubicaron igual, pero cubriendo toda la senda peatonal de Rivadavia que cruzaba desde el bar a la plazoleta con las paradas de colectivo. Quedaron ahí, estáticas, rugientes, en espera. Los que manejaban tenían el pecho hinchado de orgullo y giraban la muñeca derecha, cada 2 o 3 segundos, para que las motos lo demostraran. Los que los apoyaban atrás alternaban entre las escopetas y los tanques de gas pimienta venenoso que se inauguró en la era del presidente de ultraderecha Javier Gerardo Milei, con Patricia Bullrich Luro Pueyrredón a cargo del Ministerio de Seguridad.

Después de la represión policial, los manifestantes escapaban en dos direcciones: por Rivadavia hacia Plaza Miserere y por Avenida de Mayo hacia la Plaza de las Madres. Las motos aceleraban por Rivadavia y la cacería se llevó una presa por portación de cara: un hincha de Boca que se identificaba como Juan Carlos Pérez. Mientras tres policías de campera azul se lo llevaban hacia una camioneta del Servicio Penitenciario Federal, uno con cara de bebé le preguntó: “¿Así que te gusta tirar piedras?”. Juan Carlos respondió: “¿Quién tiró piedras? ¿Vos me estás jodiendo? ¡Me estaba yendo a mi casa!”. Eran las siete y treinta.

Para las ocho de la noche, la esquina del bar Monday se llenó de jubiladxs y manifestantes en apoyo: hinchas, excombatientes de Malvinas y ciudadanos y ciudadanas movilizados por las imágenes que algunos canales difundían. A las ocho y treinta seguía llegando gente. No entraban en la esquina. Algunos cruzaban a la esquina de El Molino. En modo hormiga, el cordón policial creció; ahora, los recién salidos de la academia de policía usaban escudos. Aparecieron los de campera azul y se agruparon como moscas en la podredumbre.

Ocho y cuarenta y ocho. “¡Avanzamo’!”, gritó un uniformado de rango. Formación de escudos y los manifestantes tampoco podían protestar en la vereda, ni los trabajadores de prensa hacer su trabajo. Los encerraban y los empujaban desde Callao hacia Rivadavia, siempre por la vereda, porque un cordón de escudos les cerraba el acceso a la calle y los obligaban a irse por Rodríguez Peña. Gas pimienta venenoso se repartía sin asco a quien fuera, incluidos sus propios compañeros represores. La coordinación era una coreo de musical: de pronto, las motos avanzaban a contramano disparando con las escopetas.

En dos horas pude observar el accionar del régimen de los hermanos Javier y Karina Milei: unos sectarios estafadores que gozaban con la crueldad, el daño y el terrorismo. Querían dar miedo y habían entrenado muy bien a sus perros de caza para lograrlo. La diferencia estaba en que del otro lado no había animales indefensos, sino ciudadanos cansados de ser la variable de ajuste de una fiesta de “plata dulce” para unos pocos. El miércoles que viene, y a pesar del miedo, seguro será mayor el apoyo a los jubiladxs. A diferencia de los libertarios bebé que corrían de la mano de la policía, los zurdos solo estaban tomando carrera.

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Periodista y fotógrafo. Trabaja hace 20 años como programador de sistemas.

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