–Traemos un herido– gritaron unos hombres.
El alarido hizo añicos la calma que reinaba en la casa de Villa Ballester en la que vivían Shinsuke Oshiro y María Takara con cinco de sus seis hijos -entre ellos, Jorge Oshiro-. No podían saber que esos golpes en la puerta iban a desmoronar sus vidas para siempre.
Un familiar los había visitado y se había ido un rato antes. María pensó que quizá venían a avisarles que algo le había pasado cuando abrió la puerta. Sin embargo, se topó con un grupo de hombres de civil que entró como una tromba.
Con sus armas a cuestas, subieron hacia la planta alta de la casa. Parecía que conocían la vivienda o que sabían dónde buscar. Entraron a la habitación en la que dormían Juan y José. Siguieron hacia la habitación que compartían Jorge y Silvia.
A él lo levantaron y le dijeron que se vistiera mientras lo apuntaban con ametralladoras. Le aconsejaron que llevara el documento de identidad.
Alejandra estaba escondida en la parte baja de la casa, donde estaban sus padres con parte de la patota. José alcanzó a asomarse por la ventana. Vio que a su hermano mayor, que entonces tenía 18 años, lo subían a un Ford Falcon.
Esa fue la última imagen que la familia Oshiro tuvo de Jorge.
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Los Oshiro se instalaron en Villa Ballester hacia finales de la década de 1950, cuando estaba por nacer Jorge. El de Shinsuke y María era un matrimonio concertado. Ambos eran parte de la

colectividad japonesa en la Argentina. Shinsuke había llegado en 1938, cuando tenía 16 años. María, por el contrario, había nacido en Ciudadela en 1930. Volvió con su madre a Japón con la idea de que su padre se les uniría en cuanto pudiera, pero el reencuentro familiar se demoró más de lo que hubieran deseado. Fueron atravesados por la Segunda Guerra Mundial, y María recién pudo regresar a Buenos Aires en 1951.
Jorge nació el 2 de enero de 1958. Fue el segundo hijo de la familia, detrás de Elsa, que era cuatro años mayor. Después vinieron José, Juan, Silvia y Marta. Todos vivían en la casa de la calle Lamadrid al 1300, donde también funcionaba la tintorería de la familia.
A principios de la década de 1970, Jorge arrancó la secundaria en la Escuela Nacional de Educación Técnica (ENET) 1 “Alemania” de Villa Ballester. En 1972, en plena dictadura de la Revolución Argentina, una noticia corrió como un reguero de pólvora: la provincia de Buenos Aires iba a promover una normativa que acotaba las incumbencias de un maestro mayor de obras a la hora de una construcción.
Con la promulgación de la “Ley Fantasma” no se podría hacer ninguna edificación que no contará con la firma de un ingeniero o de un arquitecto. Para las familias humildes que enviaban a sus hijos a la escuela técnica con la esperanza de que les diera una salida laboral segura, fue un duro golpe.
Ese año hubo movilizaciones en toda la provincia de Buenos Aires. La ENET 1 de Villa Ballester fue tomada en protesta. Jorge participó de la medida. Su papá y su hermana mayor fueron a llevarle comida. “Allí fue donde Jorge tomó contacto con la Juventud Socialista de Avanzada (JSA)”, estima su hermana Elsa.
La JSA era el brazo juvenil del recientemente creado Partido Socialista de los Trabajadores (PST). Se había conformado por la fusión del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT)-La Verdad (que respondía a Nahuel Moreno y no acompañaba la lucha armada por la que había optado el PRT que comandaba Mario Roberto Santucho) y el Partido Socialista Argentino que lideraba Juan Carlos Coral. El PST fue a elecciones en 1973 con la fórmula Coral-Nora Ciapponi.
Jorge Oshiro solía andar con la revista de la JSA, Avanzada Socialista, o con un suplemento que se llamaba La Chispa.
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“Su compromiso era con el bienestar del otro. Su lucha era por la igualdad”, lo recuerda Mónica de Bonis.
Ella lo había conocido cuando tenían 16 años, a través de un amigo común, Indro. Compartían el gusto por el arte. Solían juntarse en su casa a escuchar música, leer o pintar. La banda que más escuchaban era Pescado Rabioso.
Jorge tenía un grupo de música con unos amigos del barrio. Tocaba la guitarra, la flauta y también tenía un sanshin, un instrumento de cuerda japonés que era de su abuelo. La banda tomaba su nombre de una canción de Pescado Rabioso: “Viajero naciendo”. Ese tema arrancaba diciendo que “todo se sabe alguna vez”.
Otro de los pasatiempos de Jorge era arreglar a Fermín, el autito de Indro al que soñaban llevar a las rutas. Lograron hacer un viajecito, pero el futuro llegó demasiado rápido para ellos.
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El PST recomendó a sus militantes abandonar sus casas ante el peligro de ser secuestrados. Jorge, que cursaba el último año de la secundaria en el turno noche, le transmitió la inquietud a su padre.
–¿Usted hizo algo malo? –le preguntó Shinsuke.
–No –le contestó el muchacho.
–Entonces, quédese.
En la colectividad japonesa tenían un antecedente: el de Juan Carlos Higa, que había sido detenido en 1975 y liberado a los dos meses. No se tenía dimensión del peligro ni de la magnitud de la represión.

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Jorge Oshiro estaba fichado por los servicios de inteligencia desde antes del golpe de Estado.
En agosto de 1975, la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (DIPPBA) había recibido información suya desde el Grupo de Tareas (GT) 1 del Batallón de Inteligencia 601. El parte decía que Jorge repartía volantes y convencía a otros estudiantes de unirse a la JSA. Todo sucedía en el colegio Alemania.
Los seguimientos pueden rastrearse hasta agosto de 1976, cuando la dictadura ya llevaba más de cuatro meses en el poder. Los espías habían detectado que en la casa de Jorge se reunían otros compañeros para hablar sobre materialismo histórico.
De esa misma vivienda se lo iba a llevar un grupo de hombres que parecía conocer el lugar.
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La última vez que Mónica de Bonis vio a Jorge fue cuando ella cumplía años: el 12 de octubre de 1976, casi un mes antes del secuestro.
Jorge apareció con dos agendas y un paquete de revistas. Les dijo a ella y a Indro que quemaran todo porque a él lo estaban buscando. Los tres amigos tenían un plan: encontrarse en un recital de Los Jaivas, la banda chilena que visitaría Buenos Aires, pero Jorge nunca llegó.

Mónica no pudo quemar lo que había dejado Jorge. Durante largos años, tuvo las agendas en su mesa de luz. Cada tanto, ella se hacía una escapada a la tintorería de los Oshiro para preguntar si había alguna novedad de Jorge. La respuesta era siempre la misma.
Ya entrada la democracia, Mónica acudió al Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) para preguntar por Jorge. Tampoco tenían información, pero la pusieron en contacto con Elsa, quien motorizaba la búsqueda desde la familia.
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Los Oshiro buscaron a Jorge por todos lados, pero no consiguieron información.
Hay 17 integrantes de la colectividad japonesa desaparecidos, pero no siempre la embajada tuvo una actitud proactiva, como la que muestra en los últimos 25 años, frente al reclamo de las familias.
En 1982, las Madres de Plaza de Mayo habían decidido ir a todas las representaciones diplomáticas que tenían connacionales afectados por la práctica sistemática de desaparición de personas. Les avisaron a los familiares y los sumaron a la reunión con ellas.
–Escúcheme, si a usted se lo llevan, ¿su mamá no estaría buscando? –lo indagó Nora Morales de Cortiñas al secretario de la embajada japonesa que los había recibido.
–Sí, pero nosotros no podemos hacer nada.
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Los Oshiro solían ir a la Iglesia Evangélica Japonesa. Allí, a Shinsuke le hablaron de un obispo metodista que se ocupaba mucho de los desaparecidos. Era Carlos Gattinoni, que había sido uno de los fundadores de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH).
En diciembre de 1983, cuando Raúl Alfonsín lo nombró como uno de los notables que integrarían la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), Elsa se animó a pedirle una reunión.
Le habló de la búsqueda de su hermano. Y, cuando estaban terminando, Gattinoni le preguntó si podían tener un momento de oración.

“Era la primera vez que alguien rezaba por mí y por este caso”, se emociona Elsa 40 años después, cuando ella es una de las referentes del Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos (MEDH).
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–Viene Eduardo Cagnolo. ¿Querés verlo? –le preguntaron a Elsa.
Ella abrió los ojos y asintió. Para entonces estaba trabajando en la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. Tenía una tarea: tipear las denuncias que habían sido tomadas a mano por la Conadep para que pudieran ser cargadas al sistema Excalibur.
Cagnolo fue secuestrado el 2 de noviembre de 1976 cuando salía del Batallón de Intendencia 601 de El Palomar, donde cumplía el Servicio Militar Obligatorio (SMO). De allí fue llevado a Campo de Mayo, desde donde recuperó la libertad en los primeros días de diciembre de 1976.
En 2005, Cagnolo se acercó a la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos (AEDD) y redactó su testimonio que daba cuenta de su paso por el infierno. Contó que, en un momento en que los llevaron a bañarse, pudo ver las espaldas con los signos de los golpes de sus compañeros. Uno que giró la cabeza era un muchacho con rasgos orientales.
Cuando Elsa supo de ese testimonio, le escribió un correo electrónico y le envió una de las dos fotos de su hermano con las que anda siempre encima. Le preguntaba si podía reconocerlo. Y Cagnolo le dijo que sí.
Treinta años después, los Oshiro, por fin, sabían algo de Jorge: había estado en uno de los centros clandestinos que funcionaron en Campo de Mayo, por donde se estima que pasaron 5000 personas durante los años del terrorismo de Estado.
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“Gracias al testimonio de Cagnolo pudimos presentarnos como querellantes”, explica Elsa.
El caso de Jorge fue abordado en el juicio que se denominó megacausa Campo de Mayo. Declararon sus hermanas Silvia, Elsa y Marta, así como su hermano Juan. Santiago Omar Riveros, excomandante de Institutos Militares, fue condenado por la desaparición de Jorge.
Desde julio, la esquina de Capdevila e Ituzaingó, en el partido de San Martín, lleva el nombre de Jorge Oshiro. Una marca que recuerda una ausencia –la de un pibe de 18 años cuya vida fagocitó una maquinaria criminal– y una presencia –la de la memoria de quienes jamás dejaron de buscar verdad y justicia por él.
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Soy periodista (TEA), licenciada en Ciencia Política (UBA) y magíster en Derechos Humanos (UNSaM). Cubro hace más de quince años temáticas vinculadas a lesa humanidad. derechos humanos y justicia.