El territorio del Sáhara Occidental, territorio no autónomo pendiente de descolonización, permanece desde hace décadas como uno de los escenarios más complejos e ignorados del mapa global de la descolonización. Hasta ahora, la mayoría de las coberturas lo situaban como una disputa congelada: antigua colonia española, salida de España en 1975, ocupación militar ilegal por Marruecos de gran parte del territorio, Estado ocupante de Marruecos, resistencia legítima del Frente Polisario, único y legítimo representante del pueblo saharaui, apoyo de diferentes países y la Unión Africana (no “solo Argelia”), presencia de la misión de paz de la Naciones Unidas (Minurso) y el reclamo de derecho inalienable a la autodeterminación que ha permanecido sin resolverse. Pero en estas últimas semanas se han producido dos movimientos de máxima gravedad que marcan un quiebre notable: por un lado, el respaldo explícito e intenso de Estados Unidos a la propuesta anexionista de autonomía marroquí sobre el territorio; por otro, el fomento de inversiones del capital extranjero en la zona por parte del gobierno norteamericano, lo que transforma la disputa territorial y política en una dimensión económica e internacional de alto perfil.
En primer lugar, el 31 de octubre de este año, el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó una resolución patrocinada por EE.UU. que declara que una “autonomía genuina bajo la soberanía de Marruecos” podría constituir “la solución más factible” al conflicto del Sáhara Occidental. En dicha resolución se renueva por un año el mandato de Minurso, pero queda claro que el foco ya no está en un referéndum de autodeterminación con opción de independencia (como el Frente Polisario ha exigido por décadas) sino en la viabilidad de una fórmula de anexión de autonomía bajo soberanía marroquí. El hecho de que la resolución ignore la mención explícita de un referéndum con opción de independencia, que históricamente ha sido el eje del reclamo saharaui, refuerza la idea de que lo que está en juego es una redefinición impuesta de los términos del Derecho internacional.
En segundo lugar, y quizás más decisivo en términos prácticos, Estados Unidos ha comenzado a alentar activamente la inversión en las zonas del Sáhara Occidental que están bajo ocupación ilegal marroquí. En septiembre de 2025 el subsecretario de Estado de EE.UU., Christopher Landau, declaró que Washington apoyará a empresas estadounidenses que busquen invertir en Marruecos, “incluido el Sáhara Occidental”. En los medios marroquíes se mencionan ya oportunidades para inversores norteamericanos en energías renovables, logística, puertos, pesca y minerales en ciudades como Dajla y El Aaiún. Esta combinación de respaldo diplomático + respaldo económico dibuja un escenario en que la ocupación marroquí sobre el Sáhara Occidental no se limita ya a la fuerza militar o de facto, sino que se articula como un proyecto geoestratégico y de explotación ilegal de recursos.
Desde la perspectiva saharaui y de quienes siguen reclamando su derecho inalienable a la autodeterminación, estos desarrollos se leen como una usurpación legalizada: la tierra que permanece bajo ocupación se convierte en objeto de inversiones, acuerdos y decisiones tomadas sin el consentimiento pleno y soberano de su pueblo, mientras el reclamo de independencia queda cada vez más ignorado. Así, la usurpación no opera ya únicamente como avanzada militar u ocupación física, sino como apropiación diplomática-económica: cuando una potencia como Estados Unidos decide legitimar activamente la ocupación marroquí (o al menos facilitarla mediante resolución de la ONU y respaldo a inversiones) se envía un mensaje claro al resto del mundo sobre quién define el destino del territorio no autónomo.
La resolución 2797 de la ONU, aunque presentada por Marruecos como una “victoria histórica”, dista de ser un triunfo definitivo. Si bien renueva el mandato de la Minurso y sitúa la propuesta marroquí de autonomía “como base” para las negociaciones, no reconoce explícitamente la soberanía marroquí ni descarta el derecho a la autodeterminación. El texto, de lenguaje deliberadamente ambiguo, coloca la autonomía en primer plano discursivo mientras relega la autodeterminación a un segundo plano. En ese sentido, Marruecos obtiene sobre todo un rédito narrativo en el terreno diplomático, más que una resolución jurídicamente vinculante que cierre la cuestión del Sáhara Occidental.
Para entender cómo hemos llegado aquí conviene remontar al origen. Tras el retiro de España en 1975, Marruecos avanzó en la invasión del territorio bajo la llamada “Marcha Verde”. El Frente Polisario proclamó la República Árabe Saharaui Democrática, instalada en el exilio en campamentos de refugiados en Tinduf, Argelia. La ONU intentó en 1991 imponer un alto el fuego y posibilitar un referéndum de autodeterminación, con lo cual la misión Minurso se creó. Pero obstáculos impuestos por Marruecos sobre los criterios de votación, para incluir colonos y la configuración del censo y los poderes del referéndum estancaron el proceso. Hasta este año, la alternativa viable para muchos analistas era: un referéndum o una negociación que permitiera una forma de independencia o al menos un autogobierno real con participación saharaui, con la posibilidad de un referéndum después de 5 años, como se planeó en el Plan Baker. Lo que ocurre ahora es que la “autonomía bajo soberanía marroquí” (la tesis anexionista) se impone como marco preferente de negociación, lo cual supone un cambio profundo en el estatus legal y político del territorio. El Frente Polisario ha asegurado que no formará parte de un proceso político ni de unas conversaciones que tomen como base iniciativas que “legitimen la ocupación del Sáhara Occidental”.

El respaldo de Estados Unidos no surge de la nada. En 2020 la administración de Donald Trump reconoció la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental como parte de un acuerdo más amplio de normalización entre Marruecos e Israel. En los años siguientes Marruecos trabajó activamente para presionar a países que legitimen la ocupación: España cambió su postura en 2022, Francia lo apoyó recientemente. Al mismo tiempo Marruecos impulsó una política de expolio de recursos naturales en el territorio del Sáhara Occidental: construyendo puertos, energías renovables, minería de fosfatos, pesca, oro. En este contexto Estados Unidos identifica una buena oportunidad estratégica: acceso al Atlántico, a los recursos, a una posición clave frente al Sahel y África Occidental, así como un aliado en un momento de reajuste geopolítico. Alentar inversiones estadounidenses en la zona, más allá del mero discurso diplomático, es parte de esa articulación.
El impacto para los saharauis no es simbólico: significa que la opción de independencia, el corazón de su lucha, queda cada vez más acotada. Significa que asociaciones, contratos, espacios económicos se abren sin el consentimiento y la participación prioritaria, y que el territorio que reclaman como suyo permanece bajo ocupación de un Estado vecino que ahora recibe legitimación colonial. Significa también que el espacio político y diplomático para el reclamo saharaui se reduce. En los campamentos de refugiados saharauis en Tinduf se han producido manifestaciones tras la resolución de la ONU, en las que se denuncia que “la decisión ignora nuestro derecho a la autodeterminación”. Además, la transformación económica del territorio, puertos, carreteras, inversión extranjera, plantea el riesgo de que la población saharaui quede excluida del beneficio sustantivo y que los efectos principales recaigan en Marruecos y en corporaciones extranjeras.
Desde la óptica del derecho internacional, este giro plantea preguntas serias: ¿qué valor tiene el derecho de los pueblos a la autodeterminación si puede ser subordinado a intereses estratégicos y económicos de grandes potencias? ¿Qué precedentes sienta que una resolución del Consejo de Seguridad priorice la “autonomía bajo soberanía” de un Estado reclamada sobre la opción de independencia sin referéndum libre? ¿Cómo se equilibra el desarrollo económico y la inversión extranjera con el imperativo del consentimiento de la población originaria? Estas preguntas tienen implicaciones más allá del Sáhara Occidental: involucran la lógica de la descolonización declarada, de los pueblos que reclaman su liberación, de los recursos territoriales que se incorporan a circuitos económicos globales y de la manera en que la diplomacia contemporánea decide quién tiene derecho a decidir.
¿Qué viene ahora? En el corto plazo la renovación de la misión Minurso por un año mantiene la presencia institucional de la ONU en el territorio. Pero los negociadores tendrán que operar bajo un nuevo marco: ya no sólo se discute la independencia o la integración, sino la aplicación de la autonomía marroquí como base de negociación. Las empresas estadounidenses que se instalan en el territorio serán un indicador clave: si los saharauis son incluidos en los beneficios, si su trabajo y sus derechos son respetados, entonces la transformación puede tener efectos positivos reales; si, por el contrario, se consolidan la exclusión y la marginación, entonces la narrativa de “autonomía” se reducirá a una fachada mientras el despojo y la ocupación continúa.
En un plano más amplio, el caso del Sáhara Occidental se convierte en espejo de varias realidades globales: el legado colonial que no se cerró, los territorios cuyo destino se negocia entre potencias dejando de lado a los pueblos originarios, y la manera en que adquisiciones económicas, inversiones, alianzas geopolíticas y diplomacia se articulan para reorganizar territorios más allá del conflicto armado clásico. El respaldo de Estados Unidos y otros países a la soberanía marroquí, y el impulso a inversiones en una región ampliamente vista hasta hace poco como marginal, muestran que la disputa ya no se limita a quién gobierna la arena del desierto, sino a quién controla los recursos, la infraestructura, las alianzas y los contratos.
Para los saharauis, cada kilómetro de carretera pavimentada, cada puerto inaugurado, cada complejo de energías renovables, cada nuevo inversionista extranjero es a la vez una promesa de desarrollo y un recordatorio de que su reclamo a la autodeterminación, su derecho a decidir, su derecho a beneficiarse de la tierra, están siendo suscritos pero no necesariamente cumplidos. Cuando la diplomacia internacional dice “esta es la solución” y las inversiones comienzan a fluir, se hace urgente preguntar: ¿se trata de una oportunidad de integración para el pueblo saharaui o de una clausura silenciosa de su lucha por la libertad? Y en ese sentido, ¿Qué significa para la justicia internacional que un territorio pendiente de descolonización pueda convertirse en plataforma de inversiones sin que su población titular haya decidido fundamentalmente su destino?
En definitiva, el Sáhara Occidental entra en una nueva fase. Lo que alguna vez fue un conflicto largamente dormido ha despertado al escenario global de la inversión y la diplomacia contemporánea. No es ya sólo un problema de fronteras o de colonización militar, sino un asunto de soberanía, de recursos, de alianzas globales, de definiciones de qué significa “desarrollo” para quienes han sido desplazados. Y allí, la intervención de Estados Unidos tiene un papel clave: al respaldar la soberanía de Marruecos y al abrir la puerta a capitales privados en el territorio, está contribuyendo a redefinir por quién y para quién es esa tierra de forma ilegal. Para la comunidad saharaui, ello representa una nueva forma de usurpación -más sofisticada, más internacionalizada- que exige visibilidad, vigilancia, compromiso y acción.

