No es una novedad la popularidad de Javier Milei, tampoco su meteórico ascenso en la política argentina desde sus inicios como panelista de televisión. No quiero ser prejuicioso, pero lo soy: me sigue sorprendiendo. Más aún luego de unos meses en los que el gobierno tuvo que enfrentar las denuncias por el Caso Libra, las denuncias por la trama de sobornos que involucra a Karina Milei y la renuncia de José Luis Espert por sus vínculos con el narcotráfico. ¿Quién podría pensar en llevar adelante un acto partidario en un escenario significativo de la Ciudad de Buenos Aires en el momento de mayor descrédito social? Hay un universo que aún me cuesta comprender y ese es el de Javier Milei.
La convocatoria: entre el libro y el espectáculo
La cita es a las 20 horas en el Movistar Arena, un estadio que cumplió seis años y que tiene capacidad para 15 mil personas. La entrada dice “Presentación del libro de Javier Milei” y no refiere en ningún momento al título del mismo. De nuevo aparecen mis prejuicios: no parece un acto partidario, sino más bien un show de una banda de música, la banda presidencial, como más tarde dirá en medio del espectáculo el propio Milei al presentar a los políticos devenidos en músicos por unas horas, entre ellos Lilia Lemoine y Bertie Benegas Lynch.
Son las 17 horas y la avenida Corrientes es un caos: hay dos carriles menos a la altura del Parque Los Andes. Unas cuadras antes hay un cordón policial que separa a los manifestantes de La Libertad Avanza y algunos vecinos que se acercaron para protestar. Hay gritos de un lado y del otro, hay gestos que se hacen de un lado y del otro. “Marche una polenta para enfrente”, dice uno burlándose de quienes se acercaron para criticar al presidente. Otra se anima y grita fuerte: “hubieras ganado el ballotage”. Por el otro lado responden con tres dedos levantados y cantan “Milei, basura, vos sos la dictadura”.

La policía está tensa y los fuegos artificiales empiezan a hacer ruido. Aturden. Las bengalas violetas dificultan la visión. Nada ayuda a liberar la tensión que existe. Una empleada de un supermercado se apura para bajar la persiana como si anticipara algo.
Los devotos
Ciertas personas no militan activamente, sino que se confiesan más seguidores de Javier Milei. Es el caso de Nahuel, un joven veinteañero estudiante de Comunicación en la UBA que trabaja en Marketing y que sigue a Milei desde 2021. No pudo conseguir entrada, por lo que se acercó a la agrupación que vino desde Zárate para ver si les sobraba una. Será por intermedio de él que conseguiré la mía, luego de unos minutos de conversación.
—Me enteré esta mañana de lo de Espert —le digo.
Me contó los detalles con información clara y precisa. Se animó a decirme que el reemplazo es “el colorado Santilli” y que no le gusta nada, pero que Espert hizo bien en correrse. Y siguió diciendo que es importante que tanta gente se haya acercado.
Javier es de San Andrés de Giles y se acercó contento al Movistar Arena. Mientras esperábamos a unas cuadras me contó que vivió unos años en Tilcara, Jujuy; primero trabajó como mozo y luego tuvo su propio comercio de artesanías. Volvió a San Andrés de Giles por amor y hoy vive ahí de su jubilación. Me cuenta que tiene su casa y que él está bien, pero “sobre todo estoy acá por los jóvenes, para que tengan un futuro”.
Comenzamos a caminar para ingresar al estadio; somos miles en la caminata. Pasamos por un puesto de sándwiches de salame y queso: 3000 el pequeño, 4000 el más grande. Son los últimos, dice la señora que los vende. Hay muchas remeras violetas en la multitud que camina al estadio, todas iguales. No tengo dudas de que fueron repartidas y se ve que hicieron del mismo talle porque a muchas personas esas remeras les quedan gigantes.
Me acerco a una vendedora que me encontré en la caminata a media cuadra del estadio:
—Disculpame, ¿cuánto valen los pines?
—Tres mil pesos.
—¿Tres?
—Sí —me dice.
No entendió la humorada. Mejor.

Antes de ingresar al Movistar Arena, el público se concentra en una amplia plaza de acceso frente a las entradas principales, donde se forman filas para pasar por los controles de seguridad con detectores de metales y revisión de bolsos. En estas áreas de espera, la gente se agrupa para ingresar. Una vez dentro del edificio, los amplios pasillos reciben a los asistentes con bares y puntos de venta de comida y bebida distribuidos estratégicamente, baños en varios sectores, puestos de merchandising, y señalización clara para ayudar a ubicar las diferentes entradas al estadio según el sector de cada entrada, todo ambientado con música de fondo y pantallas que muestran a los principales referentes de LLA y los libros que escribieron.
En una mesita improvisada se exhiben libros de Von Mises, Rothbard, Axel Kaiser, Hayek y, por supuesto, en el centro, el de Milei: La construcción del milagro. Alguien se acerca y decide comprarlo en efectivo. Otra persona observa la escena y decide comprarlo, pero no le alcanza el dinero. Lo resuelve: “saco un adelanto en Tarjeta Naranja y ya”, le dice a quien la acompaña. Es 6 de octubre y no tiene los treinta mil pesos que cuesta el libro de Milei, pero igual encuentra la manera de llevárselo.
Adentro: la tensión antes del ritual
El lugar donde está el escenario principal está repleto a las 20:30 hs, minutos antes de que comience el show. Mientras la gente se acomoda en sus asientos, se escucha música de rock de fondo. La expectativa es grande, la energía es aplastante, los cánticos se repiten. Desde donde estoy ubicado, arriba de todo, se ve el campo a la perfección; no puede ingresar un alfiler más. Improvisadamente una persona organiza un pasillo separado por público de un lado y del otro. Minutos más tarde, pasará por ahí el presidente de la Nación para llegar al escenario principal. Será una caminata de 15 minutos, lenta, en la que la gente se agolpará para demostrarle afecto.

En la platea alta estamos sentados. El joven que está a mi lado también compró el libro de Milei. Viene de La Pampa y se lo ve entusiasmado: no para de sacar fotos y hacer videos con su celular. En su fondo de pantalla está San Martín. Le pregunto si vino solo; me responde que no, que vinieron todos en caravana desde Santa Rosa. Y las luces se apagan.
El show
Empieza el show. Se escucha Panic Show de fondo, la canción de La Renga que siempre utiliza Milei y que sus simpatizantes conocen de memoria. Y, claro, Milei aparece. El musicalizador, atento, baja el volumen en un momento exacto y todos cantan: “yo soy el rey, el león // ven a saber lo que se siente”. Finalmente, el presidente llega al escenario luego de muchos minutos caminando entre la multitud:
—Tuve que laburar un poquito para llegar —dice Milei. Es cierto. Y agrega—: Van a decir que están todos comprados y que por eso vinieron.
Frente al sinnúmero de charlas, conferencias y entrevistas que da Javier Milei, esperaba que comenzara hablando. Quizás haciendo referencia a su libro, pero no. La banda comienza a tocar Demoliendo Hoteles de Charly García. Los hoteles de Charly eran estructuras de poder, normas sociales, privilegios que debían ser demolidos por la rebeldía de la sociedad. Milei no entiende de metáforas, ni de contexto por la época en la que esa canción vio la luz originalmente pienso, o lo usa a su antojo. Pero hay algo que sí entiende y muy bien: el show y la conexión con su público.

Milei en el escenario es pura energía desbordada. Camina de un extremo al otro con pasos decididos, casi frenéticos, como si el espacio físico no pudiera contener su intensidad. Su melena se mueve al ritmo de sus saltos. Gesticula con las manos abiertas, señalando al aire. De repente sube el tono al cantar, casi grita una frase, dos frases, tres. Él sonríe, a veces con ironía, otras con genuina satisfacción, y esa sonrisa alimenta la energía entre él y la audiencia.
No es convencional: es un performer que domina los silencios tanto como los estallidos, que sabe cuándo bajar la voz y cuándo elevarla hasta convertir el recinto en una caja de resonancia. El magnetismo está en esa autenticidad desatada, en la sensación de que lo que está diciendo lo siente visceralmente. La gente responde: “Milei, querido, el pueblo está contigo”. El público tiene tiempo para cantar algo más: “saquen al pingüino del cajón (…)”.
La coreografía: un show calculado
Hay euforia, sin duda, pero también momentos de respiración calculados. Y es ahí donde se nota que esto es un show cuidadosamente coacheado. En los instantes de respiración, cuando la energía podría decaer, aparecen elementos preparados de antemano para sostener la tensión: suena Dame fuego de Sandro y el público se enciende nuevamente, canta, aplaude. No es casualidad. Cada pausa tiene su relleno, cada silencio su estímulo. Es una producción que entiende los tiempos del espectáculo, que sabe que mantener la atención durante todo el evento requiere más que discurso: requiere ritmo, quiebres, sorpresas. Y lo logra. La tensión no se afloja, se mantiene tirante de principio a fin. Otras canciones fueron cantadas: No me arrepiento de este amor, de Gilda; Libre, de Nino Bravo.
Sin embargo, todo show tiene su momento de solemnidad, de palabras sentidas. Y eso sucede cuando Milei pide la liberación de los rehenes secuestrados por la organización terrorista Hamás. Explica que Israel es el bastión de Occidente y que por eso es importante el alineamiento con ese país. Sostiene que el ataque fue perpetrado por Hamás, una organización zurda (SIC), para instalar el terror, y que lo que más les duele a los terroristas es “que seamos felices”, algo que dice haber comprendido tras una visita al Museo del Holocausto de Buenos Aires y lo que allí se expone sobre la resiliencia frente a lo perpetrado por el nazismo.

Finaliza este momento pidiendo a la gente que cante una canción “que todos conocen”: Hava Nagila. La elección no es casual. Hava Nagila significa “alegrémonos” en hebreo, es una canción tradicional judía que se convirtió en himno de celebración y resistencia, especialmente después del Holocausto. Al invocarla en este contexto, Milei cierra el círculo de su argumento: frente al terrorismo y el odio, la respuesta es la alegría, la vida, la celebración. Fue un momento extraño, varios se miraron con rareza, otros aplaudieron algunas palmas a destiempo. Casi nadie la cantó.
El final: del performer al presidente
Milei agradece en varias oportunidades: a quienes se acercaron, a quienes organizaron el evento, a los que están ahí sosteniéndolo. El show culmina finalmente, pero la noche no termina. En pocos minutos comenzará el otro momento, el más formal: la presentación del libro. Agustín Laje será el encargado de comentarlo y presentarlo, para luego darle paso a quien fue iluminado de forma constante durante toda la noche, a quien parece destinado a sostener el peso de una campaña y de un país que atraviesa una crisis compleja.
Las luces se apagan sobre el escenario del espectáculo, pero se encienden sobre quien fue, minutos antes, puro performer desatado. Ahora viste traje, habla más pausado, más calmo. El cambio de registro es notable: del frenesí a la solemnidad, del grito a la palabra medida. Es el mismo hombre, pero ya no en modo show sino de presidente, o, al menos, en su intento de serlo.
También podes leer: “SIGUIENDO BALLENAS, OTRO HITO DEL CONICET”
Historiador, docente universitario y periodista. Trabajé en radio y en la producción de podcast para distintos medios de comunicación. Publico crónicas, perfiles y notas para distintos medios. Nací en México y vivo en Buenos Aires (Argentina) desde hace varios años.