Esta historia empieza acá ⬇️

Los soldados del cuartel de Melgarejo, en El Cobre, no podían imaginar quién era realmente esa mujer de ojos serenos que, una tarde de diciembre de 1956, llegó pidiendo un vaso de agua. Llevaba un vientre abultado bajo el vestido ancho y caminaba con la mano en la espalda, simulando el cansancio pesado de los últimos meses de un embarazo. Con voz tímida, pidió sentarse un momento. Los guardias, enternecidos ante la supuesta embarazada, la invitaron a pasar y le sirvieron café sin reconocerla. Ella era Celia Sánchez Manduley, guerrillera clandestina del Movimiento 26 de Julio, y esa tripa falsa era su pasaporte para infiltrarse en las barracas de la dictadura.
Mientras removía lentamente el azúcar en la taza, Celia sonreía y prestaba oído. Hizo preguntas casuales, dejó caer algún chisme de pueblo. Los soldados, confiados, hablaron más de la cuenta: comentaron las últimas novedades sobre unos rebeldes desembarcados días antes por la costa, el alboroto en Santiago y las órdenes de sus superiores. Con la mayor sangre fría, Celia fue hilando la charla hasta extraer la información que necesitaba. Horas después, esos datos llegarían a manos de Frank País en Santiago de Cuba, alimentando la esperanza de que Fidel Castro y los expedicionarios del Granma seguían con vida.
Ese engaño pintoresco -una mujer supuestamente indefensa arrancándole secretos al enemigo- revela el temple de Celia Sánchez en plena guerra revolucionaria. Para entonces, Celia ya era una leyenda sigilosa en la resistencia contra Fulgencio Batista. Tenía 36 años y desde hacía varios se había convertido en organizadora incansable de la lucha. Había nacido en Media Luna, hija de un médico rural martiano que le inculcó el amor por la patria y la rebeldía ante la injusticia. Cuando Batista dio el golpe en 1952, Celia se unió a la resistencia. Nadie lo habría sospechado de aquella muchacha menuda, de trato dulce pero voluntad férrea.
Sin hacer ruido, Celia tejió una red de contactos en Manzanillo, Pilón y los pueblos cañeros del Golfo de Guacanayabo. Usaba nombres falsos -Norma, Carmen, Lilian, Caridad- y dominaba el arte de la clandestinidad: cambiaba peinados, vestimenta, acento. A veces era una campesina; otras, una enfermera de paseo. Aquella tarde en El Cobre había elegido un papel inesperado en el libreto de la Revolución: embarazada en apuros.
Antes del desembarco del Granma, Celia fue mano maestra en los preparativos de la insurrección en Oriente. Mientras Fidel preparaba la expedición armada en México, ella movía montañas -y conciencias- en Cuba. Fue quien organizó la base de apoyo en la zona rural, junto a Frank País. Incluso logró sustraer de un buque mercante anclado en Pilón mapas y cartas náuticas esenciales para la travesía del Granma. Gracias a esa osadía de novela de espías, la embarcación de los expedicionarios llegó a Cuba mejor orientada.
Cuando el yate zarpó el 25 de noviembre, Celia esperaba noticias con el alma en vilo. El levantamiento del 30 en Santiago fue reprimido. El Granma encalló en Niquero. Batista declaró a Fidel muerto. Celia se lanzó a confirmar la verdad por sus medios, infiltrándose en cuarteles, escuchando rumores, cruzando veredas con una flor blanca en el pelo y una pistola en la cartera. Confirmó que había guerrilleros con vida en la Sierra Maestra y comenzó la operación de rescate desde el llano.

Fue entonces cuando, bajo el seudónimo de Norma, ejecutó su atrevida visita al cuartel enemigo en El Cobre. Gracias a aquel café bien servido, confirmó que había guerrilleros vivos en la Sierra Maestra y obtuvo pistas cruciales sobre sus movimientos recientes. Con esa información valiosa escondida en la memoria, Celia se escurrió de vuelta a la clandestinidad antes de que los soldados notaran su treta. Contactó de inmediato con Frank País. Ambos comprendieron que debían rescatar y apoyar a los dispersos expedicionarios del Granma. Celia movilizó a sus campesinos leales: organizó el envío de un primer destacamento armado hacia las montañas, guiado por guajiros de confianza que ella misma había reclutado en las fincas de El Marabuzal.
Mientras las patrullas de la dictadura peinaban los llanos de Oriente en busca de “la mujer Norma” -a esas alturas la conocían como la agitadora de Media Luna-, Celia andaba por veredas y cañaverales con su inseparable pistola en el bolso y una flor blanca de mariposa prendida en el pelo. No solo llevaba armas: también acarreaba medicinas, latas de leche condensada, pilas eléctricas y hasta cartas y mensajes ocultos en los dobleces de su falda. Para despistar a los guardias en los retenes, a veces escondía papelitos con información dentro de las mismas flores aromáticas que se colocaba tras la oreja. La imaginación era su arma tanto como la pólvora.
El 16 de febrero de 1957, Celia llegó a la Sierra Maestra para encontrarse por primera vez con Fidel Castro. Se saludaron con un abrazo espontáneo, junto a un bohío de tabla y guano en la finca de Epifanio Díaz. No hubo tiempo para formalidades. Frank de inmediato puso al tanto a Fidel del fallido levantamiento de Santiago. Celia, por su parte, le informó de la situación en Manzanillo, los campesinos organizados y los recursos con que aún contaba el Movimiento en Oriente. Fidel escuchaba con atención reverente: acababa de conocer a la legendaria Norma, de quien tanto le habían hablado, y ahora confirmaba su valía.
Ese mismo día, bajo los árboles, se trazaron decisiones cruciales. Juntos -Fidel, Frank y Celia- acordaron medidas para traer refuerzos en hombres y armas hacia la Sierra. Frank enviaría combatientes desde Santiago, y Celia se encargaría de recibirlos, ocultarlos y hacerlos llegar monte adentro hasta la comandancia rebelde. La logística recaía sobre sus hombros. También planificaron romper el cerco de silencio: al día siguiente, 17 de febrero, llegó el periodista Herbert Matthews del New York Times, conducido secretamente hasta la Sierra. Celia había coordinado con absoluta discreción aquella visita. Gracias a ese encuentro, el mundo supo que Fidel Castro no había muerto y que una guerrilla rebelde combatía en las montañas orientales.
Cumplida la misión, Celia descendió de la Sierra junto a los demás miembros de la dirección clandestina para poner en marcha lo acordado. En marzo lideró personalmente el traslado del contingente armado de refuerzo hacia las filas guerrilleras. Ella misma volvió a subir la empinada loma el 19 de marzo, esta vez para quedarse. Celia se convirtió así en la primera mujer integrante del Ejército Rebelde en la Sierra Maestra. No fue recibida con flores ni honores -no los habría aceptado de ningún modo-, pero los barbudos pronto entendieron que esa oriental de hablar suave venía a ser indispensable. En pocas semanas, Celia se ganó el apodo cariñoso de Madrina.
Desde la comandancia de La Plata se ocupaba de todo: solicitar municiones, alimentos, remendar uniformes, escuchar las penas de cada guerrillero. Raúl Castro le escribió: “Tú te has convertido en nuestro paño de lágrimas más inmediato y por eso todo el peso recae sobre ti; te vamos a tener que nombrar Madrina Oficial del destacamento”.
Soy periodista (TEA-Universidad de Concepción del Uruguay) y fotógrafa (ETER). Trabajo sobre temas de agenda internacional, también investigo desde hace varios años las regiones de Moldavia, Transnistria y Gagaúzia. Soy productora y docente en TEA&Deportea, escribo en Página 12 y co-conduzco el programa O Sea Digamos por Loto Stream.


