Ser empleada doméstica en Beirut

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El Día Internacional de los Trabajadores de 2016, cientos de trabajadoras domésticas migrantes salieron a las calles de Beirut para visibilizar una realidad normalmente oculta tras las puertas de los hogares libaneses. Acompañadas por activistas locales, estas mujeres (y algunos hombres) procedentes de países como Etiopía, Filipinas, Bangladesh, Sri Lanka, Nepal, Kenia, Costa de Marfil o Malí marcharon con sus propias banderas, cantos y consignas. La manifestación, organizada en su mayoría por ellas mismas con apoyo de ONGs y colectivos libaneses, recorrió la ciudad bajo el sol de mayo con un ambiente cargado de indignación y esperanza a la vez. Era la séptima vez consecutiva que las trabajadoras domésticas celebraban una marcha de este tipo en Beirut por el Primero de Mayo, pero para muchas participantes era la primera oportunidad de gritar en público por sus derechos más básicos.

¿Quiénes participaron y qué exigían? En la marcha se congregaron principalmente empleadas domésticas migrantes . Se estima que en Líbano hay alrededor de 200.000 a 250.000, mayoritariamente mujeres– que trabajan como sirvientas o cuidadoras de tiempo completo. Iban vestidas con los colores de sus países de origen o incluso con sus uniformes de trabajo, y portaban pancartas escritas en varios idiomas (inglés, francés, árabe y lenguas asiáticas y africanas) con lemas contundentes. “No somos esclavas, queremos nuestros derechos”, se leía en una, mientras otras proclamaban mensajes como “El trabajo doméstico es trabajo”, “No más violencia en el trabajo” o “Dejen de llamar suicidio a cada asesinato”. Entre las demandas centrales estaban la abolición del sistema kafala –el régimen de patrocinio que las ata a sus empleadores–, la inclusión de las trabajadoras del hogar en la ley laboral libanesa, un salario mínimo justo y el derecho a al menos un día libre a la semana. También exigían que Líbano ratificara e implementara el Convenio 189 de la OIT (Organización Internacional del Trabajo), un tratado internacional que reconoce derechos laborales básicos a las trabajadoras domésticas (como jornada de descanso, contrato justo y libertad de asociación). Con cánticos como “¡Queremos días libres!” y “¡Abajo el kafala!”, las manifestantes reclamaban pasar de la tutela opresiva a la ciudadanía plena en el mundo laboral.

La marcha avanzó por avenidas céntricas de Beirut entre aplausos tímidos y miradas atónitas de algunos transeúntes. En los balcones de los edificios, se asomaban otras trabajadoras domésticas que no habían podido salir de casa ese día: algunas, todavía vestidas con los uniformes de la familia para la que trabajan, agitaban la mano y sonreían tímidamente en señal de apoyo; otras solo miraban en silencio. Desde la calle, las manifestantes les gritaban “¡Yalla, vamos!” animándolas a unirse, pero muchas de ellas seguían al cuidado de sus empleadores y no tenían permiso para bajar.

A lo largo de la marcha resonaron relatos en primera persona que dieron rostro humano a las estadísticas. Una joven de Malí tomó el megáfono para contar que trabajaba prácticamente 24 horas al día cuidando a una familia y que solo le permitían salir un domingo cada dos semanas; todo por un salario de apenas 200 dólares mensuales, enviado íntegramente a sus hijos en África. Otra trabajadora, de Mauricio, denunció entre lágrimas el racismo cotidiano que sufre –“en esta sociedad nos tratan con desprecio”, dijo– y exigió “sueldos dignos y días de descanso”. Un migrante de Etiopía relató casos espeluznantes de abuso: compañeras que fueron encerradas y torturadas con descargas eléctricas por sus patrones, o que terminaron hospitalizadas tras golpizas, lo que lo llevó a exclamar: “¡Nuestros derechos deben ser respetados!”.. Algunas llevaban años o décadas sin poder volver a su país ni ver a sus hijos porque sus empleadores les retenían el pasaporte; una trabajadora contó que en 20 años solo pudo viajar una vez a su tierra natal, perdiéndose el funeral de su madre y la infancia de su hija por no obtener permiso para salir del Líbano.

Las consignas se intercalaban con canciones y bailes multiculturales. Se oyeron tonadas en amhárico, inglés, francés y tagalo, y los tambores improvisados marcaron el paso de la columna de manifestantes. Al mismo tiempo, ondeaban banderas de Etiopía, Filipinas, Sri Lanka, Madagascar, Nepal, Bangladesh y otros países de origen, en un ambiente que combinaba reivindicación política y celebración cultural. La marcha hizo una parada simbólica frente a un edificio donde recientemente había ocurrido la muerte trágica de una trabajadora, guardando tres minutos de silencio en honor a todas las migrantes fallecidas en el Líbano. “Salvad sus vidas”, rezaba la pancarta sostenida en alto por un grupo de etíopes, mostrando el dibujo de una mujer a punto de saltar desde un balcón: un llamado a frenar la cadena de suicidios y muertes evitables que castiga a este colectivo (tema del que pocas autoridades se ocupan, como veremos más adelante).

Al caer la tarde, la manifestación concluyó en el barrio de Raouche. Entre aplausos, anunciaron una lista de nueve exigencias concretas al gobierno: desde la abolición del sistema kafala y la garantía de un contrato justo con límite de horas de trabajo, hasta el derecho a sindicalizarse y la investigación seria de las muertes de trabajadoras domésticas. Hubo discursos improvisados de líderes comunitarias en representación de distintas nacionalidades, seguidos por presentaciones de bailes tradicionales y música de sus países, convirtiendo el cierre de la protesta en una suerte de fiesta reivindicativa. La emoción era palpable: “Hoy me siento feliz porque estamos unidas”, declaró exultante una empleada filipina ante un periodista, mientras sus compañeras se abrazaban tras haber alzado la voz juntas.

Diversos colectivos feministas y de izquierda acompañaron la huelga desde el inicio.También se sumaron estudiantes de clubes laicos universitarios y asociaciones de ayuda al migrante. Esta inédita alianza entre trabajadoras migrantes y activistas locales permitió visibilizar el reclamo más allá de la comunidad migrante. De hecho, la protesta tuvo eco en algunos medios locales e internacionales, y supuso un desafío público al silencio que tradicionalmente rodea la situación de estas trabajadoras. “Estamos aquí para que la sociedad nos vea y el gobierno nos escuche”, declaró una de las portavoces de la alianza de trabajadoras domésticas. A pesar de que las autoridades libanesas no enviaron representantes ni respondieron de inmediato a las peticiones, aquel 1° de mayo de 2016 quedó en la memoria como el día en que las empleadas del hogar tomaron la calle para decir basta y marcar un antes y un después en la lucha contra el kafala en Líbano.

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Una trabajadora doméstica pasea el perro de la familia para la que trabaja en las calles de Beirut. Foto/Diego Ibarra Sánchez para 5W

La vida bajo el sistema kafala

Para comprender el trasfondo de la huelga, es fundamental conocer las condiciones de vida que llevaron a estas mujeres a movilizarse. Detrás de cada testimonio de explotación asoma el sistema kafala, un régimen de patrocinio laboral que rige la migración de trabajadoras domésticas en Líbano. La palabra árabe kafala significa “tutela” o patrocinio, y en la práctica describe un sistema de control: la residencia legal de la trabajadora migrante está ligada a un empleador individual (llamado kafeel o kafil, “patrocinador”). Esto quiere decir que, desde el momento en que la mujer ingresa al país con un visado de trabajo, solo puede vivir y trabajar legalmente bajo el contrato con ese empleador. Si por cualquier razón abandona su puesto (por ejemplo, huye de maltratos o busca otro empleo), pierde automáticamente su estatus legal y puede ser detenida y deportada por las autoridades migratorias. En Líbano el trabajo doméstico no está cubierto por la legislación laboral general, sino únicamente regulado por este sistema administrativo supervisado por la Dirección de Seguridad General. No existe un contrato de trabajo equiparable al de otros sectores: el acuerdo laboral bajo kafala se asemeja más a un permiso de estancia bajo custodia del empleador, que actúa casi como guardián legal de la empleada. En teoría, el objetivo original era que la familia anfitriona se responsabilizara del bienestar de la trabajadora, pero en la práctica kafala otorga al empleador un poder casi total sobre la vida de la persona contratada. El propio director general del Ministerio de Trabajo libanés admitió que bajo este esquema “no son libres, no pueden simplemente decir que no quieren trabajar”. La relación es tan desigual que muchas organizaciones de derechos humanos califican el sistema kafala como “esclavitud moderna”.

Control absoluto y encierro: Desde el primer día, la mayoría de las trabajadoras migrantes experimentan un control estricto por parte de sus empleadores. Al llegar a Beirut suelen ser recibidas por agentes de contratación o por la misma familia empleadora, quienes habitualmente confiscan su pasaporte de inmediato “por seguridad”. Retener los documentos es una práctica generalizada (e ilegal, aunque rara vez sancionada) que busca dificultar cualquier intento de escape o cambio de trabajo. Bajo kafala, la trabajadora no puede cambiar de empleador ni renunciar sin permiso expreso de su madame o monsieur (los términos comunes para referirse a la jefa o jefe de familia). En la práctica, esto significa que si sufre abusos y escapa de la casa, el empleador puede cancelar su visado y convertirla en una “ilegal” en cuestión de horas, dejándola a merced de la detención y deportación. Por eso muchas sienten que “la casa de sus empleadores es su prisión”: están obligadas a vivir allí y no pueden salir libremente. De hecho, una de cada cinco familias libanesas empleadoras encierra a la trabajadora en el hogar, impidiéndole salir sola ni siquiera para comprar pan. Según encuestas, alrededor del 30% de las empleadas domésticas no tienen permiso para salir nunca de la vivienda sin compañía. Algunas ni siquiera tienen llave de la casa o dependen de que les abran puertas con rejas y candados. En muchos casos, los empleadores prohíben que la trabajadora socialice con otras personas, hable con los vecinos o use teléfono móvil propio. Todo contacto con el exterior queda mediado por la familia. Este aislamiento forzado elimina cualquier barrera entre la vida laboral y personal: la casa del empleador es el único espacio de existencia para estas mujeres durante meses o años. No es de extrañar que muchas describan su situación como la de estar “secuestradas” o en cautiverio doméstico.

Jornadas exhaustivas y sin descanso: La carga de trabajo de las empleadas del hogar en Líbano suele exceder con mucho los límites humanos. Al no estar protegidas por la ley laboral, no existe una jornada máxima ni pago de horas extra obligatorio. Los empleadores imponen los horarios a su antojo. Un estudio de la ONG libanesa KAFA reveló que cerca de el 60% de las trabajadoras migrantes trabajaban entre 16 y 20 horas diarias y con frecuencia sin pausas durante el día. Prácticamente están de guardia todo el tiempo, a veces duermen en el suelo de la cocina o en cuartos minúsculos dentro de la misma casa para estar disponibles si su “patrón” las llama en la madrugada. Es habitual que no les concedan días libres regulares: aproximadamente la mitad de los empleadores no respetan el día de descanso semanal. Aunque el contrato estándar recomienda permitir un día libre (usualmente el domingo), en la realidad muchas pasan semanas o meses sin librar ni un solo día.Solo algunas nacionalidades (por ejemplo, las filipinas) logran negociar condiciones un poco mejores gracias a regulaciones de sus embajadas, pero incluso ellas sufren largas jornadas. La falta de tiempo libre también implica que estas mujeres no pueden salir a espacios públicos ni relacionarse fuera del entorno laboral. Por eso se habla de invisibilidad en el espacio público libanés: raramente se ve a una trabajadora del hogar migrante paseando tranquilamente por la calle o sentada en un café. Su presencia en la ciudad suele limitarse a cuando acompaña a la familia empleadora, o para las pocas que tienen el domingo libre, a ciertos parques y plazas donde se reúnen entre ellas.

Violencia y abusos cotidianos: A las condiciones laborales extenuantes se suma con frecuencia el maltrato físico y psicológico. Numerosas trabajadoras reportan haber sufrido golpes, empujones y castigos corporales por parte de sus empleadores. Los casos de abuso verbal son prácticamente sistemáticos: insultos racistas, gritos y humillaciones que minan la dignidad de la persona. En situaciones más extremas, también ocurren agresiones sexuales por miembros masculinos de la familia, aunque muchas víctimas no realizan la denuncia por miedo. Un testimonio recogido por Human Rights Watch narró el caso de una trabajadora eritrea que durante cinco años fue acosada y manoseada regularmente por el esposo de su madame. Ante estas situaciones, si la mujer se defiende o intenta denunciar, a menudo es acusada falsamente de robos u otros delitos por la familia para desacreditarla. Cuando alguna encuentra el coraje de presentar una denuncia por abuso, se enfrenta a procesos lentísimos y sesgados. Según investigadores de HRW, es común que los jueces desestimen los testimonios de las migrantes y den más credibilidad al empleador, dejando impunes agresiones que podrían constituir delitos graves (incluso trata de personas o esclavitud en casos de encierro y trabajo forzado). Las opciones de una trabajadora maltratada se reducen a dos: aguantar o escapar.

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Manifestación de empleadas domésticas contra el sistema de la Kafala. Beirut, junio de 2018. Foto/Anwar Amro para AFP

Suicidios y muertes evitables: Una de las consecuencias más trágicas de este sistema opresivo es la alarmante tasa de suicidios y muertes accidentales de trabajadoras migrantes en Líbano. Ya en 2008, un informe de Human Rights Watch advertía que las empleadas domésticas migrantes estaban muriendo a razón de más de una por semana en el país, principalmente a causa de suicidios o caídas desde alturas al intentar huir. Lamentablemente, lejos de mejorar, la situación se agravó en la última década. Según estadísticas oficiales obtenidas por la agencia de noticias IRIN en 2017, la tasa de fallecimientos de estas trabajadoras alcanzó un promedio de dos por semana en Líbano.“Muchas están siendo literalmente empujadas a saltar desde los balcones”, denunciaba Nadim Houry, investigador de HRW, ya en 2008. Activistas libaneses también han pedido que se investiguen a fondo estas muertes, sospechando que en algunos casos podría haber homicidios encubiertos.

Sin embargo, las posibilidades de justicia son escasas: la policía raramente profundiza en las causas cuando se trata de la muerte de una sirvienta extranjera, y muchas embajadas de países de origen (por ejemplo, la etíope) carecen de recursos o voluntad política para impulsar investigaciones contra empleadores locales. El resultado es una cadena de impunidad: entre enero de 2016 y abril de 2017, 138 cuerpos de trabajadoras domésticas migrantes fueron repatriados a sus países de origen desde Líbano, sin que sus familias obtuvieran explicaciones claras de lo sucedido.

Invisibilidad social y marginación: Las trabajadoras del hogar migrantes constituyen probablemente la mayor fuerza laboral femenina de Líbano, pero paradójicamente son casi invisibles como sujetas de derechos. La sociedad las ve a diario sirviendo en las casas, pero rara vez las reconoce como trabajadoras con aspiraciones o problemas legítimos. Su representación pública suele estar cargada de estereotipos (se las llama genéricamente “Sri Lanki” o “Abed” –términos despectivos para asiática o negra– sin importar su nacionalidad). Hasta hace pocos años, apenas había debate público sobre sus condiciones laborales; sus historias de abuso circulaban solo en informes de ONG o en alguna noticia sensacional cuando ocurría una tragedia. Además, por políticas estatales, estas mujeres no pueden formar asociaciones ni sindicatos reconocidos –el Ministerio de Trabajo prohíbe la sindicalización de extranjeros en trabajos domésticos–, lo que ha dificultado aún más que tengan voz colectiva. A pesar de ello, se han ido articulando redes informales de apoyo: iglesias que ofrecen refugio, centros comunitarios como el Migrant Community Center (fundado por ARM) donde las migrantes pueden reunirse, e iniciativas en redes sociales (por ejemplo, la página “This Is Lebanon” que expone casos de abuso con nombres de empleadores). Estas iniciativas han sacado a la luz historias que antes quedaban en la sombra y han brindado cierto apoyo legal o moral a quienes se atreven a denunciar.

¿Cómo se llegó a la huelga de 2016? Tras años soportando en silencio, las trabajadoras migrantes comenzaron a autoorganizarse. El proceso no fue sencillo: cualquier asomo de activismo podía ser castigado con deportaciones. De hecho, en 2014 un grupo de empleadas domésticas de distintas nacionalidades, con el respaldo de la federación sindical libanesa FENASOL, logró fundar un sindicato de trabajadoras del hogar, el primero en el mundo árabe liderado por migrantes. Aunque el gobierno se negó a reconocer legalmente ese sindicato (alegando que las extranjeras no podían sindicalizarse), la noticia corrió y encendió la chispa de la organización colectiva. Mujeres de Etiopía, Filipinas, Nepal y otros países empezaron a reunirse discretamente en casas de acogida y centros comunitarios para compartir sus problemas y buscar soluciones. Así nació la Alianza de Trabajadoras Domésticas Migrantes en Líbano, un grupo no oficial que desde 2015 trazó estrategias para exigir cambios. El apoyo de ONGs locales feministas y de izquierda fue crucial para darles cobertura y entrenamiento en derechos. Sin embargo, las autoridades reaccionaron con recelo: a finales de 2016, dos destacadas líderes domésticas de origen nepalí (Sujana Rana y Roja Limbu) fueron detenidas y deportadas sin explicaciones claras, en lo que se interpretó como una represalia por su activismo sindical.

La marcha se realizó el 1° de mayo, para visibilizar que ellas también son trabajadoras y merecen los mismos derechos que cualquier otro obrero. Con el lema “No somos esclavas, somos trabajadoras”, planificaron una manifestación que rompiera el aislamiento.

Luego de la huelga de 2016 las reformas concretas fueron limitadas: el gobierno prometió estudiar un nuevo contrato unificado y “mejorar” el seguimiento de agencias de empleo, pero sin cambios legislativos de fondo. Sin embargo aquella protesta sentó un precedente importante. Por un lado, logró que los medios locales hablaran del tema y que más sectores de la sociedad libanesa tomaran conciencia de la realidad de explotación que sostenía su comodidad cotidiana. Por otro lado, empoderó a las propias trabajadoras: muchas expresaron que marchar juntas les hizo perder el miedo y sentir una solidaridad inédita entre diferentes nacionalidades.

En años posteriores, las marchas de trabajadoras domésticas continuaron realizándose cada 1º de mayo (o el domingo más cercano), creciendo en tamaño y apoyo. Si bien el sistema kafala no ha sido abolido aún en Líbano, la lucha de estas mujeres ha quedado instalada en la agenda de los derechos humanos. Su huelga del 1 de mayo de 2016 demostró que incluso las personas más marginadas pueden organizarse y desafiar estructuras opresivas de largas décadas.

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Soy periodista (TEA-Universidad de Concepción del Uruguay) y fotógrafa (ETER). Escribo sobre temas de agenda internacional, también investigo desde hace varios años las regiones de Moldavia, Transnistria y Gagaúzia. Soy productora y docente de la materia Introducción al Periodismo y la Información en TEA&Deportea.

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